Hoy no

Hoy no (Único)

La juventud no es un tiempo de la vida, es un estado del espíritu.

Mateo Alemán

—¿A dónde vas?

Ella se recuesta contra el marco. Desde la distancia puede observar a su hijo Ricardo guardando un par de prendas de vestir en su viejo morral. También mira lo poco que había de su habitación. No habían podido pintar en años, por lo tanto, aún conservaba las muestras de los balones que ensuciaron las paredes, de los recortes que en algún momento dejaron de estar. Solo había un par de panfletos de bandas de rock, la cama desordenada, la mesa de madera antigua que fue de su abuelo y servía de escritorio. Algunos libros viejos y otro montón de papeles del colegio. Su hijo se mueve, sin responder. Pasa a su lado, con la mirada agachada para no dejarle ver el fuego que yace en ella.

Su hijo ya no es un niño. Ya no…

La garganta se traba y pestañea, con dificultad. Puede entender el fuego que vive en su hijo, que fue encendido en su pecho cuando entendió la verdad. Cuando ya no era posible escudar la carencia de alimentos ni la falta de oportunidades. Cuando su pecho de madre no podía protegerlo de la realidad en la que vivían y se hundían. Ricardo ha crecido y ya puede ver con sus propios ojos. Ha alzado su barbilla más allá de la pared protectora de su casa, para notar otras casas igual, otras vidas peor.

Ricardo ya no era un niño, pero tampoco era un hombre. Caminaba en el corto y empinado umbral de la juventud.

—Mijo, no vaya p'allá. —La voz suena apocada. Quisiera decirle que, si se queda, tendrá doble ración de comida. Que, si se queda, podrá comer ese plato que tanto le gusta. Que, si se queda, hay oportunidades. Quisiera engañarle.

Ricardo se detiene. La mujer ve una espalda enclenque, de niño. Ve la altura de un hombre que sobrepasó la de su padre. Ve la piel curtida por el calor, morena por su ascendencia, ve el cabello pegado a su cráneo y los huesos sobresaliendo de su camiseta. Ve. Ve juventud, ve temeridad y ve ingenuidad. Ve que quiere cambiar las cosas, ve que está dispuesto a todo, incluso a no regresar. Ve…

Ve cómo ven las madres, al futuro. Ve el dolor que ya se acerca como una daga en su vientre. Lo ve y no lo quiere aceptar.

Cuando Ricardo voltea, su rostro de niño tiene el fuego de un hombre que ha decidido dejar de resignarse. Que no quiere vivir con la frialdad de sus padres, de sus abuelos. Que se ha cansado de caminar con los grilletes en su tobillo y los sueños encerrados en la caja de dinamita que en cualquier momento van a estallar. Ricardo quiso ser un ingeniero. Quiso estudiar. Pero tal como él, y como otros, no se puede. No vale, no sirve.

Vive en un mundo de imposibilidades, con la carencia como una constante aplastante que se siente en el vacío del estómago cuándo debe dormir sin comer. Y no lo quiere. No.

Ella lo sabe, lo lee. No necesita las palabras de Ricardo para entender eso que ya no puede detener. Antes podía bloquear los cerrojos, antes podía castigarlo con los dulces. Ahora… Ahora Ricardo es un hombre y lleva el Gloria Bravo Pueblo tatuado en su corazón, con fuego. El fuego de quienes creen que sí es posible un mañana diferente.

Ricardo se acerca al percibir la mirada oscurecida de la mujer que le dio a luz. Toma sus manos temblorosas entre las suyas y deja un beso que pica con los pocos vellos de su cara. Promete un imposible, porque de imposibles está convertida su vida y sus sueños.

—Hoy no, mamá: vendré.

Sale de la casa y ajusta las amarras del morral en sus hombros. Baja las interminables escaleras del cerro, mientras se encuentra con uno, dos, tres… el morral que antes contenía cuadernos y lápices ahora tiene lo único que pueden usar para combatir contra la tiranía. Se encuentran entre ellos y se camuflan en los caminos, buscando no llamar la atención de aquellos que aún con el rojo marcando sus manos, siguen creyendo que el rojo es la justicia.

O no, no lo es, y los muchos Ricardos que bajan de los cerros, que abandonan el rancho o aquella casa humilde, saben que su país tiene tres colores porque uno no es la salida, y que enfocarse en uno es vivir bajo un techo de imposibilidades. Los Ricardos que viajan con él bajando los escalones, subiéndose en motos, montándose en buses; saben que el rojo ya no puede ser el destino, porque rojo es lo que inunda las calles y rojo es la promesa que tienen si acaso demuestran estar en contra de él.

Y no, no puede ser bueno vivir sin libertades de decidir cómo quieres vivir.

El adulto puede escudarse de la indiferencia, el anciano de la resignación, el niño de la incapacidad de comprender porque una noche no es posible freír un huevo. Pero él, en su juventud ávida, llameante, intransigente y perecedera, puede ver como su futuro se cierne de negro y sus sueños son obligados a morir. Puede ver que no es posible soñar como hacía diez años, puede comprender que allí no hay futuro, y se aterra y se enoja. Se llena de miedo y de rabia. Se cubre de impotencia, se frustra y agrede. Su juventud los llena de una temeridad en llamas que busca alzarse en contra del sistema y romper las cadenas con las que sus padres aprendieron a vivir, y pretenden que ellos también aprendan. Quieren ir en contra de lo correcto, para ir por lo justo, así tengan que levantarse contra el mundo que los ve como si se movieran por la necedad.

Su juventud los llena de fuerzas para creer en un futuro diferente, y lo que antes en clase de historia era un sin sentido, adquiere significado mientras se preparan tiñendo las banderas en sus mejillas, amarrándose la bandera en sus brazos y cuello, ocultando sus rostros entre
pasamontañas, gorros y trapos. Se ven en aquellos jóvenes que en aquel tiempo creyendo en un sueño, se fueron contra los españoles armados. Esos jóvenes que como ellos pudieron traer a su país libertad. No, no lo hicieron los ancianos, ni los niños, muchos menos los adultos que se habían acostumbrado a vivir bajo una corriente que no se atreverían a disputar.




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