Huellas

Capítulo 5 - LORETA

Estaba harta. Hacía dos meses que había entrado en la mayoría de edad, pero Julio la veía como una mujer desde los catorce años, cuando se conocieron en una reunión de apoderados en el liceo y él se acercó a la madre de Loreta, con la excusa de que había oído que su hija era muy buena en lenguaje. En ese momento, recordó la risa estúpida de su madre diciendo que sí, que Loreta lo había sacado de ella porque cada vez que podía escribía alguna que otra cosa. Pero él parecía no oírla. Es más, Loreta se sentía intimidada porque el señor este la miraba sólo a ella e ignoraba a su madre. Sabía que sólo tenía ojos para ella y se sintió incómoda, pero a la vez le gustó ese sentir. Lo bueno de todo aquello es que a partir de ahí, se hizo amiga de Olga. Le cayó bien porque eran distintas y sin duda nunca conoció a nadie como ella, alguien tan segura de sí misma, pero que también era vanidosa. Siempre estaba maquillada, arreglada y vestida de manera que los hombres la mirasen. Eso Lore lo sabía. Además, Olga decía que las mujeres podían dominar el mundo si sabían combinar bien un par de tacones altos con el vestido apropiado. Loreta, en cambio, era desordenada. Le encantaba traer poleras negras de los Ramones o de Metallica, bandas que ella oía y su pelo rojo apenas lo peinaba, más bien lo acomodaba con sus dedos y listo. No se maquillaba y traían siempre jeans. Juntas, eran blanco y negro. Su amiga era el blanco y ella el negro y a medida que las reuniones de apoderados pasaban cada mes, se dio cuenta que el padre de su mejor amiga estaba interesado en ella.


Tenía sólo quince años cuando se vio en la cama con Julio. Sabía que estaba mal, sabía que era traición a Olga, sabía todo. Pero, se sentía enamorada y pensaba a menudo si él se sentía igual. Fantaseaba con que sí, pero ahora que tenía dieciocho su pensar había cambiado; ahora, estaba con él por costumbre porque no quería estar sola, le temía a la soledad y fuera de Olga y su padre no tenía a nadie más. Las discusiones entre ambos eran constantes y siempre le recomendaba que dejase de escribir.
-Tienes que dejar de gastar tiempo en esa mierda.
Loreta se quedó mirándolo, con su poema a medio terminar, aquel poema donde soñó que podía flotar y de esa forma planear e irse suavemente con destino donde quisiera. Ella, dentro del sueño, había optado ir a la cordillera y los versos hablaban de cómo la hierba acariciaba sus mejillas rosadas y el aire puro y helado le limpiaba la vida.
-Esas mierdas que escribes -insistió Julio. Recién se había levantado con su pijama azul de cuadros blancos-. No te llevarán a nada, vas a morir de hambre.
-Quién sabe, nunca me has leído. Además, ¿qué puede saber de letras un tipo que sólo se preocupa en recordar a todos sus empleados lo importante que es en el mundo?
Se sentía molesta, la ira la invadió, pero intentó con todas sus fuerzas no decir otra palabra. Julio tomó un tazón de café con leche tibia, dio un sorbo y la miró, con esa sonrisa irónica.
-¿No querrás que le cuente tu secretito a tu amiga, verdad?
No dijo nada. No era necesario. La amistad de Olga era algo que valoraba mucho. Cuando vio que él se acercaba para besarla, cerró la pantalla de su notebook, lo metió a su bolso y salió de la casa sin tener idea de donde ir. En realidad, pensó, sí sé.
Tomó un colectivo en dirección a Rancagua. Sabía que cerca de la población Los Artesanos vendían algo que no había probado nunca. Era un secreto a voces en los pubs, pero no supo por dónde empezar a buscar, así que desde un teléfono público en el centro, llamó a un viejo amigo de infancia que era traficante. El tono de espera sonó tres veces antes de oír la voz de Richard.
-¿Aló?
Pero Loreta no dijo nada. En vez de eso, pensó en que si vendía su notebook por droga perdería todo lo que había escrito, cosas que le eran valiosas. Sueños que siempre le parecían tan reales. Pensó en Olga, pensó en su hermanito. ¡Cuánto lo extrañaba! Sabía que detrás suyo estaba la Plaza de los Héroes, y que podría invitarlo a tomar helado, como antes, y llevarlo a la juguetería.
-¿Aló?
Insistió la voz tras el teléfono, pero entonces ella colgó. Se encaminó  a la plaza y compró un helado y buscó un lugar apartado en una de la tantas bancas, mientras veía como muchos niños gritaban felices arriba del tren chú chú que daba varias vueltas alrededor de la estatua de O'Higgins. Sacó el notebook de su bolso y abrió la pantalla. Unas hojas de color rojo y otras amarillas caían suavemente de los árboles. Por un momento, se convenció de que el secretito del que hablaba Julio no era el suyo, sino de ambos. Y si era de ambos, él también se vería afectado su fueran descubiertos. Recordó al chofer que la llevó a su casa la última vez, recordó cuando le dijo que la había visto en el antro aquel al que iba seguido. Recordó todo; recordó el poema y sabía qué es lo que tenía que escribir. Ya no un poema, sino un poema en prosa a modo de confesión. ¿Acaso no era eso la poesía?



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En el texto hay: fantasmas, sexo, terror

Editado: 02.03.2019

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