Si me hubieran dado a escoger, sin duda hubiera preferido que quemaran mis recuerdos en aquella cabaña, tal vez así, por lo menos podría reemplazarlos después. Ahora aunque no me los quemaron, me los han escondido tan profundo en mi cabeza que me hace dudar hasta de que estén ahí. Y me da miedo; me da miedo perderlos para siempre.
Miro a mi lado y el señor ya está dormido, y creo que ya es tiempo de irme. Aunque me da un poco de pena dejarlo aquí solo, los hermanos de la cabaña deben estar preocupados por mí. Él anciano me contó que tiene una hija, que está casada y que vive con su esposo fuera del pueblo. Su esposa murió hace unos años y desde entonces se ha dedicado a cortar leña y vivir en medio del bosque. Que le recuerda a ella. Es un hombre bueno que como todos ha pasado trabajo en la vida.
– ¡Celeste! –grita una voz fina desde el otro lado de la sala del hospital. – ¿Estás bien? ¿Qué pasó?
– Estoy bien Mary, no te preocupes. –Veo sus ojos que recorren la máscara de oxígeno y sé en lo que está pensando. –No, no. No me pasó nada de verdad.
– ¡Niña irresponsable! –Matías aparece del otro lado de la sala; al parecer acababa de hablar con el médico y ahora se dirigía a mí con la misma expresión en el rostro que cuando lo conocí: intimidante. –A caso te costaba mucho quedarte quieta por un par de horas. Pues no, pero decidiste salir al bosque y hacer, no sé cuántas tonterías, para venir a parar aquí al hospital.
– Matías, yo... lo siento de verdad. No quería que pasara esto.
Sé bien que soy una carga para ellos, que me acogieron en su casa y lo único que hago es darles problemas. Cada vez me siento más pesada, y es como si ese peso lo cargaran ellos encima.