Estoy maravillada con esta hermosa vista y él también lo está. Es como si no hubiera nadie más en el mundo que nosotros dos.
– Ya deberíamos irnos, el tiempo se está descomponiendo.
– Tienes razón, parece que va llover.
Sin previo aviso me toma de la mano y volvemos por donde vinimos. El roce de su mano me eriza la piel y hace que mi corazón se quiera salir del pecho. No sé si esto es amor o cariño, pero de lo que sí estoy segura es que quiero estar a su lado.
Volvemos a la cabaña justo a tiempo, porque tras nosotros bañaron el piso miles de gotas de agua de lluvia. En el salón está Mary sentada en el sofá esperándonos, con un libro entre sus piernas y una taza de café en una mano.
– Estaba preocupada. –dice mientras pone rápidamente el libro y la taza en la mesita que está junto a ella. –El cielo está que parece que va a caer un diluvio.
– Sí. Al parecer llegamos a tiempo porque ya empezó a llover. –le respondo. –Voy a subir a quitarme esta ropa.
Me doy una ducha y me visto con una muda de ropa que me dio Mary hace unos días.
El resto del día ha estado horrible. Una lluvia intensa golpea contra las ventanas, el viento amenaza con abrir la puerta de par en par, y los truenos se sumergen en mis oídos y me hacen dar brinquitos de vez en cuando. Después de la cena, Mary y yo estuvimos leyendo en el salón, pero Matías no apareció. Estuve pendiente a las escaleras a ver si bajaba pero no lo hizo. De seguro está en la comodidad de su habitación. Me regaño a mí misma por esperarlo.
Al otro día el tiempo amaneció igual aunque ya no caían tantos rayos; es una mañana de esas que no quieres salir de debajo de las sábanas. No he visto a Matías desde ayer, después que regresamos de nuestra excursión por el bosque. Él ya debe de estar en el comedor desayunado, y no entiendo por qué pero me empiezan a sudar las manos de pensarlo.
Bajo las escaleras con más emoción de la que debería. Me tropiezo en el último escalón pero logro mantener el equilibrio y me recompongo al instante. Me enderezo y entro al comedor.