Al entrar mi sonrisa de loca que tengo en el rostro desaparece lentamente y no puedo evitar sentirme frustrada.
– Buenos días Celeste. –me dice Mary cuando me ve entrando al comedor. Está ella sola, sentada en una silla, comiéndose unos huevos revueltos, y no puedo evitar preguntarle.
– Buenos días Mary. Oye, no sabes por qué Matías no ha bajado todavía.
– Él se fue temprano, tenía que hacer unos trabajos o algo así; no me dijo mucho. –Su rostro cambia de enojo, al pronunciar las últimas palabras, a diversión.
– ¿Por qué me miras así?
– No, por nada. Aunque ayer no pude evitar notar que estabas bastante inquieta. Acaso estabas esperando a que Matías bajara.
– Pero que dices, estaba inquieta por los truenos, no te hagas ideas locas. –le digo lo más seria que puedo, pero ella me ataca con una de esas miradas de: “no te creo”, y no puedo evitar contagiarme con su sonrisa, de modo que acabamos muertas de la risa.
Después de un rato la lluvia cesó aunque el sol se quedó escondido entre las nubes. Me pongo a dar vueltas por la casa hasta quedar parada frente al cuadro de los padres. Estoy sumergida nuevamente en la fotografía cuando recuerdo que hoy le daban el alta a Fermín, el anciano de la escopeta.
Corro hacia la entrada de la casa y justo a tiempo porque Mary ya había arrancado su furgoneta, lista para marcharse. Cuando logro hacer que me vea le hago una seña con la mano para que me espere, cierro la puerta de la cabaña y me dirijo al asiento delantero del auto.
– Hoy le dan de alta al anciano, crees que me puedas llevar hasta el pueblo. –le digo por la ventanilla a medio bajar.
– Está bien, yo tengo que ir a recoger unos papeles a la iglesia, así que te dejo en el hospital y después te recojo.
– Genial. –le digo mientras me hace una seña con la cabeza para que entre al auto.
Ya en el hospital, me despido de Mary con la mano y entro en la recepción. Ya he venido al hospital varias veces así que conozco el camino. Me dirijo a la habitación donde se quedaba Fermín y abro la puerta. Es una habitación para varias personas así que no me molesto en llamar. Hay como unas ocho camas colocadas una al lado de la otra. Busco con la vista la del anciano pero me percato que está vacía. ¡No! Quería por lo menos poder despedirme me él. Busco al doctor que está junto a una mujer tomándole el pulso, y me dirijo hacia él. Antes de hablarle noté que la mujer que atendía se veía en muy mal estado. Era una mujer joven, con rasgos finos pero totalmente demarcados, tenía escalofríos por todo el cuerpo y la piel de un tono azulado.
El doctor se percató de mi presencia y se dirigió hacia mí.
– ¿Está buscando a alguien señorita?