Lena observaba con atención el porche de la casa en la que había vivido durante sus primeros dieciséis años de vida. Un aire gélido cortaba su rostro, y la nieve blanca se extendía en un manto tranquilo alrededor de la estructura.
Los colores tan vibrantes que estaban inscritos en su memoria ya no eran los mismos. Incluso parecía que los tonos de azul que pintaban las paredes estaban más desgastados que el día que se fue de ese lugar.
Su corazón pareció querer detenerse mientras el recuerdo de ese día se reprodujo vívidamente en su cabeza.
—¡Déjame tranquila, no quiero saber nada de ustedes! —había gritado la chica de dieciséis años—. Afuera, Dixie.
La hermosa perrita que Kyle le había regalado hace casi dos años a la morena salió de la casa sin rechistar, moviendo su cola de felicidad por el paseo que estaba por tomar, sin saber que sería la última vez que estaría en esa casa.
—¡Lena, por favor, escúchame! —rogó su madre, tomándola del brazo.
La chica se soltó enseguida, como si el toque de su madre quemara. Apenas le dirigió una mirada a su lamentable aspecto y continuó alejándose de ella. Cuando la mujer intentó acercarse de nuevo a su hija, el hombre a su lado la detuvo.
—¡Ya la escuchaste! —bramó su padre, lleno de furia—. ¡Esa zorra se largará con ese vividor!
Dixie había subido al auto de Kyle, ladrando alegremente hacia el bullicio, esperando que su dueña la acompañara.
Y así lo hizo, sin importar los ruegos entre sollozos de su madre para que se quedara en casa o los insultos hirientes que su padre soltaba con rabia, subió al auto con sus razones de vivir: su novio y su mascota.
Ahora, regresaba al mismo lugar, pero sin ninguno de los dos.
Antes de que pudiera acercarse más a la estructura frente a ella, la puerta de la casa se abrió y vislumbró el rostro de su madre, iluminado por una enorme sonrisa al reconocerla. El frío del exterior la hizo estremecer, pero la calidez de la bienvenida en el rostro de su madre la reconfortó.
Lena sintió un apretón en su pecho, viendo cómo la mujer con arrugas en su rostro y canas pintando su cabello, se acercaba a ella con pasos lentos y sus brazos extendidos, esperando que su pequeña se refugiara entre sus brazos.
La joven se acercó a ella con pasos cautelosos, sintiendo la crujiente nieve bajo sus botas, sin saber de qué forma debería acercarse a ella después de desaparecer de su vida por diez años.
¿Estaba bien solo acercarse y abrazarla, después de todo el dolor que le hizo pasar por un hombre que terminó dejándola a los meses de su huida?
Lena no sabía la respuesta, pero a la mujer que la cargó en su vientre por nueve meses poco le importó y, al estar frente a ella, la envolvió entre sus brazos con fuerza, sin creer que al fin volvía a tenerla tan cerca.
Ella no sabía cómo reaccionar a tal muestra de afecto. Después de todo este tiempo, continuaba sintiendo el amor de su madre y no sabía si era merecedora de tenerlo.
La mujer mayor se alejó y tomó el rostro de su hija entre sus manos; Lena fue capaz de ver los hermosos ojos mieles de su madre con una cortina de lágrimas que no se molestaba en retener.
—Ay, mi Lena, no imaginas cuánto te extrañé —dijo entre sollozos—. Estoy tan feliz de que estés aquí de nuevo.
Lena quiso responderle. Deseaba decirle cuánto la había extrañado, cuánto sentía haber sido una niña tonta y una adulta tan estúpida que no había regresado a casa para no herir su orgullo, pero las palabras parecían estar atoradas en su garganta sin ninguna intención de salir.
Una de las manos de su madre se deslizó por su brazo para agarrar su mano y guiarla al lugar del que había salido.
—Vamos adentro, todos quieren verte.
Esa sola frase le provocó escalofríos. No solo estaban adentro sus hermanos, sino que aquel hombre que le había gritado insultos el último día que la vio.
Sabía que su madre la había extrañado, pero no estaba segura de que sería una grata sorpresa. ¿Qué haría él al verla? ¿La recibiría con los brazos abiertos, como su madre? ¿O la rechazaría de nuevo, como hace diez años?
Lena no quería averiguarlo. Quería escapar de ese lugar, de ese momento, de ese enfrentamiento. Pero era demasiado tarde. Ya estaban frente a la puerta.
Su madre la abrió con una sonrisa nerviosa y la empujó suavemente hacia el interior. Al entrar, una chimenea crepitante iluminaba la sala, ofreciendo un contraste reconfortante al frío del exterior.
—Miren quién está aquí —dijo, con una notable emoción en su voz.
Adentro de la casa, también era como Lena lo recordaba. Sus ojos escanearon el lugar, deteniéndose en ese juego de sala que ya no tenía el mismo color gris que tanto le gustaba, los muebles se mantenían intactos en sus lugares. Sin embargo, en los cuadros que estaban colgados en las paredes, ya no estaba ella.
Las personas en la casa la observaron en silencio, pero los ojos cafés de la chica no tardaron en encontrarse con la mirada de su padre. Esa era una mirada que también recordaba, pero con más arrugas y más cansancio. Su expresión era seria, casi hostil y no había ni una pizca de alegría o sorpresa en su rostro.
Lena sintió un nuevo escalofrío recorrer su espalda y se preparó para lo peor.
Su padre se levantó del sillón donde estaba sentado y se acercó a ella con pasos firmes. La joven retrocedió un poco, soltándose del agarre de su madre en el proceso.
—No quiero tener a esa desgraciada frente a mí.
Después de la declaración de su padre, Lena sintió el corazón apretado en su pecho. La mirada severa de él la atravesó, pero en sus ojos, a pesar de la hostilidad, notó una chispa de dolor.
Y es que no solo Lena estaba herida en esa sala de estar, pero no sería fácil reparar todos los corazones heridos.
Editado: 20.12.2023