Huellas de amor

2

Aunque Olivia, la madre de Lena, hubiera hecho lo posible porque su hija no se tomara personal las palabras de su padre, toda la situación le había sido tan abrumadora a la joven, que terminó saliendo de aquella cálida casa. Sus piernas la llevaron a las calles bañadas de nieve de su pueblo natal.

Su respiración era superficial, el nudo en su garganta parecía apretarla cada vez más y las lágrimas se mantenían en sus ojos, reacias a abandonar el lugar.

Sin embargo, con una pisada más que se hundió en la nieve, sobre la huella de un perro que aún estaba fresca, no pudo evitar quebrarse.

Las lágrimas dejaron sus ojos a torrentes, mientras el nudo en su garganta se deshizo solo un poco, lo suficiente como para que se le escapara un sollozo. Sintió que pronto sus piernas faltarían, por lo que dejó que el peso de su cuerpo cayera sobre el suelo, sintiendo en sus piernas escocer el frío.

Ese rastro de huellas que sus ojos habían encontrado, habían traído un vívido recuerdo de Dixie.

Recordó ese último paseo que tuvieron, en el que las piernas de su mascota apenas se movieron. Era ya tan grande y estaba tan cansada, que los paseos en la nieve que tanto amaba, le eran un tormento.

Incluso recuerda haberla escuchado quejarse, con un suave gemido que enseguida la puso alerta.

—¿Qué pasa, mi amor? —le preguntó, hincándose para ver el rostro de su fiel amiga—. ¿Ya estás cansada? ¿Quieres que regresemos a casa?

La respuesta de Dixie fue mover la cola, mientras su rostro chocaba contra el de su dueña y saltaba por la sorpresa.

Gracias a los años, Dixie no solo se cansaba al salir de paseo, sino que apenas era capaz de vislumbrar sombras y ese color blanco en sus ojos era un claro indicio de su ceguera.

Lena se levantó con la can entre sus brazos, haciendo un gran esfuerzo por mantenerse en pie para llevarla de nuevo a casa, dejando atrás el último rastro de sus patitas en la nieve.

En momentos como estos, en los que no dejaba de llorar, Dixie se habría acercado a ella, moviendo suavemente su cola y lamería su rostro, limpiándole las lágrimas mientras le pedía que parara de llorar. 

Lena habría deslizado sus manos sobre su suave pelaje dorado, escondiendo su rostro en este sin poder controlar sus sollozos.

Y Dixie continuaría a su lado, hasta que sus lágrimas se secaran.

Pero Dixie ya no estaba ahí. El amor de su vida, su alma gemela, había muerto hacía algunos meses.

La muerte del ser que más amaba en el mundo le hizo darse cuenta de lo efímera que era la vida. Cómo, de un momento a otro, cualquier cosa podía dejar de existir.

Ahora, ya no era Dixie quien esperaba a que sus lágrimas secaran, sino que el sueño se llevaba su conciencia hasta que ya no salieran más lágrimas. Pero Lena no estaba acostada en su cama, deseando sentir el calor de su bebé a su lado, sino que en medio de una fría calle que, cada vez, la hacia temblar más.

Esta era la primera navidad que pasaría sin su fiel compañera y, ya que no quería pasar el día que más le recordaba a la can sola, decidió volver a casa. No solo era por la soledad que sentía en casa, sino la soledad que se arraigaba con más fuerza a su pecho con el pasar del tiempo.

Fue entonces que lo sintió. Algo cálido y húmedo que pasaba por su rostro. Cuando elevó su rostro, pensó que se había vuelto loca al estar imaginando el rostro de Dixie, que la escaneaba con su nariz mientras movía repetidas veces su cola e intentaba con esmero entrar entre el hueco de sus brazos para limpiar las lágrimas de su rostro.

Pero ver a ese ángel solo provocó que el llanto de la joven se volviera más fuerte y eso no pasó desapercibido por el perro y su dueño, quien se acercaba rápidamente al lugar al que su mascota había regresado cuando se soltó de su agarre.

—¿E-estás bien? ¿Kero te hizo algo?

El pelinegro sabía que eso era imposible, pero el llanto de la mujer lo había preocupado demasiado.

Las manos de Lena se deslizaron por el suave pelaje dorado del perro, quien no dejaba de mover su cola e intentar acercarse a ella, y comenzó a acariciarlo mientras su cuerpo continuaba congelándose contra el suelo, pero era lo que la castaña sentía menos.

—Con que te llamas Kero —dijo entre sollozos, recibiendo un ladrido de felicidad como respuesta—. Eres un perro hermoso, ¿verdad? ¿Quién es un perrito lindo? Eres tú, por supuesto.

Mientras Kero se acostaba en la blanca nieva para exponer su pancita a Lena, el pelinegro que los observaba se sintió más aliviado, hasta que los ojos de la joven volvieron a llenarse de lágrimas y se inclinó hacia el perro para abrazarlo con fuerza y comenzar a llorar contra su pelaje.

El joven no sabía qué debía hacer, pero estaba seguro de que ella lo volvería a ignorar hasta que su llanto acabara, así que decidió esperar.

Pasaron un par de minutos cuando vio que las respiraciones de la chica se habían normalizado y otros dos hasta que se alejó lentamente de Kero, quien se había quedado durante todo ese tiempo.

—Lo siento mucho —mencionó ella sin siquiera verlo, limpiando con sus manos los restos de lágrimas de su rostro.

Él sonrió suavemente, soltando un corto suspiro de alivio.

—Está bien —una mano enguantada entró en el campo de visión de Lena—. ¿Te sientes mejor? La acera debe estar fría, déjame ayudarte.

Lena aceptó la ayuda del joven, pero no podía ver su rostro por la vergüenza que sentía.

Ella había llorado por Dixie cada noche desde que ya no sentía su calor al lado de la cama, pero nunca lo hizo frente a otras personas. Para todos los demás, Lena había superado la muerte de su mascota, pero todos estaban alejados de la realidad.

Cada día, su ausencia dolía mucho más.

—Gracias —murmuró, soltando la mano del chico al estar de pie—. Y, nuevamente, siento mucho que hayas tenido que presenciar esto.

—No tienes que disculparte por nada —respondió él—. Kero siempre está feliz de recibir un abrazo.




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