Huellas de sangre

Capítulo I. El estrangulador.

Cuando llegué a Irlanda después de mi para nada apacible estadía en Londres, jamás imaginé que mi casa sería un castillo medieval, anclado justo en medio del edén tantas veces proclamado. Sin embargo, ningún sitio en la Tierra está exento de muerte y desolación y por eso, no fue de extrañar que la rutina de la que queríamos escapar, esa que se hizo una con nuestra esencia, nos persiguiera hasta ponernos de cara a una decisión trascendental: ¿seríamos indiferentes a las almas en pena que vagaban inermes, sedientas de una respuesta anclada para siempre en el páramo desolado de la tragedia o, por el contrario, haríamos propias las heridas que no cicatrizan, suspendidas en el desgarrador letargo del tiempo, y llegaríamos al final aunque ello, indefectiblemente, significara arriesgar la vida de los seres queridos?

     Supongo que ese interrogante fue el disparador, el puntapié inicial de una aventura que se codeaba con la muerte y no escatimó en sangre, sudor y lágrimas.

     Ni siquiera sé cómo comenzar a relatar lo que viví en estos meses. Había escuchado historias acerca de mi padre y lo extraordinario que era para resolver esos enigmas que escapan –y por mucho- a la sabiduría vulgar de cualquier ser humano; pero ser testigo de ello, vivenciarlo, estar parada junto a él mientras su cerebro elucubraba mil teorías para dar con los asesinos, fue sin lugar a dudas una experiencia que atesoraré por el resto de mi existencia y para eso, para no perder detalle, es que escribo esta suerte de diario que tal vez nadie lea jamás.

     Las personas conocen la parte más superficial de Thomas, incluso la gran mayoría se dejó embaucar por los medios de comunicación, teorías de la conspiración y las cientos de historias falsas que aparecen en internet cada vez que escribes su nombre en un buscador. No, nada le hace honor, nada ni por asomo se acerca, siquiera, a ese hombre que corta el aire con su sola presencia. La gente se intimida, los demonios le temen, las mujeres suspiran y los criminales, los criminales que se creyeron impunes durante décadas, estaban a punto de conocer el significado de la palabra justicia.

     Por supuesto que no los engañaré, no escribo esto para edulcorar historias y hacer pasar a papá como un ángel del cielo, venido al mundo para proteger a los desvalidos y vengar a los inocentes. Estaría mintiendo, estaría escribiendo ficción y no el relato verídico de lo que en realidad ocurrió en nuestro hogar, en nuestro propio patio trasero.

     Quién hubiera dicho que después de tanto deambular, de ir de un lado a otro sin un sitio donde anclar, terminaríamos echando raíces en el mágico pueblo de Adare, un paraíso terrenal con poco más de tres mil habitantes, rodeado de verde hasta donde la vista alcanza; pero antes de perderme en descripciones que aflorarán con el correr de estas líneas, no quisiera dejar de mencionar una particularidad desopilante que suele ser el tema de conversación desde que nos mudamos. ¿Han oído hablar de El Dragón? Y no me refiero al animal mitológico que tal vez existió en un pasado remoto, sino al castillo del siglo XIII del que apenas si quedaban algunos muros exteriores. Sí, lo adivinaron; allí vivimos ahora.

     Aún no salimos del asombro, todavía no dejamos de maravillarnos con la imponencia y majestuosidad de aquella fortaleza medieval que mi padre volvió a la vida luego de una reconstrucción que, según dicen los lugareños, demoró casi una década y centenares de trabajadores que venían sin solución de continuidad desde todos los puntos de la Gran Bretaña.

     Imaginarán que los rumores no tardaron en invadir el ambiente, y las orillas opuestas de un mar siempre bravío quedaron más diferenciadas que nunca. Por un lado estaban los que veían en la remodelación, el resurgir de una gloria perdida; y del otro aquellos que inventaban todo tipo de cuentos alocados, que iban desde el arribo de un narcotraficante; un hijo no reconocido por la corona e, incluso, un espíritu tan oscuro que utilizaría las instalaciones para retomar rituales satánicos milenarios y sumiría al pueblo entero, a Irlanda entera, en la más funesta calamidad. ¡Y todo porque nadie nos conocía! No obstante lo hilarante que nos resultaban las hipótesis que se barajaban respecto a nosotros, tal vez el anonimato era una bendición, que nadie nos reconociera era lo mejor para edificar un futuro sólido, desligado por completo de los fantasmas del pasado que nos avasallaban sin cuartel desde que tengo memoria.

     Sin embargo, si la idea primigenia era disfrutar de una vida pacífica, aislados de los horrores del mundo exterior, temo que no salió según lo planeado porque no existen muros que resistan indiferentes el dolor ajeno, ni torres de vigilancia que puedan mantener alejado el mal que azota sin piedad a sol y sombra; al menos no para mi familia. Y así comenzó. Igual a una maldición que nos persigue, apenas dos días después de mi retorno poco glamoroso de Inglaterra, ni siquiera había explorado todas las habitaciones del castillo cuando acepté entusiasmada la propuesta de Stephanie de salir de compras y presentarnos oficialmente ante los lugareños, sin saber que aquel paseo inocente sería el principio de todo, la chispa de un infierno que estaba aún por desatarse.

     Lento, a paso de tortuga, no quisimos perder detalle a la hora de recorrer y apreciar las milenarias casas de campo, cada una de las tiendas de artesanías; incluso nos hicimos el tiempo para visitar sitios históricos como el convento franciscano del que apenas quedan las ruinas y la impresión de lo que supo ser.

     Todo el mundo nos miraba. Si bien es cierto que nos sonreían y eran amables en exceso, podíamos sentir a nuestra espalda un cotilleo molesto toda vez que los dejábamos atrás. No es difícil imaginar lo que decían, otras mil teorías alocadas elucubradas sin sentido; sin embargo, lo que realmente quiero dejar sentado aquí, fue el encuentro con un joven vehemente, a todas luces nervioso, que nos interceptó a orillas del río Maigue:



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En el texto hay: misterio, crimenes, adrenalina

Editado: 22.04.2021

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