Un olor a incienso impregnaba cada lugar de la oscura habitación con aromas poco comunes. Hacía frío, a pesar de ser pleno verano. El asfixiante lugar, bajo el suelo de Londres, parecía una especie de refugio nuclear lleno de extraños adornos de demonios de religiones olvidadas.
Armello Fabricci levantó la cabeza con un gran sobresalto. Hacía un momento estaba en su coche y ahora estaba… suspendido en el aire. Su mente tardó unos instantes en procesar la imagen que veía. Sus pies y manos estaban atados a una especie de camastro a un metro del suelo. ¡¿Dónde estoy?!
La habitación estaba delicadamente iluminada por varias velas de mantequilla, que se devoraban a su mismas a poco a poco. Alumbraban tenuemente el suelo ajedrezado, compuesto por baldosas naranjas y blancas. Armello adivinó las figuras de una mesa al fondo de la habitación, repleta de objetos que no llegaba a ver. Lo demás estaba despejado.
Una punzada de dolor en la cabeza le hizo retorcerse aún mas. Su mente estaba dormida, aletargada en un extraño sopor. Bajo la vista y se encontró con sus pies, cubiertos de sangre. Alguien había hecho con un cuchillo un extraño corte en ambos píes: dos espirales paralelas que finalmente se unían en forma de triángulo. Ladeó la cabeza todo lo que pudo hacia atrás. El lugar donde estaba atado era una especie de estructura circular de barrotes con dibujos en relieve.
La vista se le nubló unos instantes. Respiró profundamente, intentando controlar la situación.
Empezó a apreciar el impactante olor florar. El olor a cannabis le recordó los porros en las tardes de primaveras jóvenes. El campus de Cambridge había sido el lugar donde había probado el primero y, tras un mal subidón, el último. En la mesa habían varias barras de incienso, consumiéndose como las velas. Un pestilente humo emergía de las barras.
También noto el dulce olor de la magnolia y otro mas peculiar… mas espeso.
Tengo que encontrar una salida…
Miró en todas direcciones. Buscando inútilmente una ventana. Debía de seguir Londres o en algún lugar cercano. Aporreó los grilletes y empezó a gritar. Casi no escuchaba su voz, como si tuviera los oídos taponados. Sin embargo, un murmullo apagado llenaba la estancia: el fluir del agua. Estaban cerca del río. Tenía que haber alguien cerca que le escuchara…
Y alguien le escuchó
Al fondo de la habitación, se alzó una puerta corredera con un suave susurro al deslizarse. En la macha oscura de la puerta, apareció una figura alta. Un extraño brillo en sus ojos reflejaba la llama de una de las velas.
Armello se contrajo entre los barrotes, clavándose unos hierros en la espalda.
La figura se acercó sin lograr emoción alguna. Estaba demasiado oscuro como para verle la casta, pero Armelo creyó ver que no llevaba camiseta ni pantalones, solo una especie de pañal.
La luz anaranjada de las velas se reflejó en la afilada silueta de un cuchillo.
Armello comenzó a hiperventilar mientras su corazón latía atemorizado. Sabía que había llegad su momento, conocía de sobra lo que iba a pasar. Apenas treinta años, y su vida iba a acabar por un maldito psicópata. Quizás lo peor era no saber el motivo por el cual lo hacía.
Abandonando todo respeto hacia el espacio personal, la sombra se acercó a Fabricci hasta quedar a unos pocos centímetros de su rostro. Armelo pudo oler el aliento que emanaba de su boca, un aroma picante y exótico.
La boca oscura se articuló unas palabras lentamente, casi marcando cada sílaba:
—Entrégate a Adhira.
Armello intentó captar el significado de las palabras, pero su mente se volvió una espiral de confusión. Sabía de que le hablaba, de su propio fin, consumido por la locra de aquel hombre. Sintió una gota el sudor frío descender vertiginosamente por su nuca.
Nadie podía encontrarlo a tiempo. Su única opción era entablar una conversación. Tenía que convencerle de que no hiciera nada, que volvieran a la normalidad.
—Soy Armello. Tío, ¿Qué haces? Ya no…
—Tú no eres nadie —interrumpió la voz—. Entrégate a Adhira.
—Escucha podemos arreglar esto, solo tienes que soltarme y…
Una extraña oración llegó desde la garganta de la figura. Retrocedió con los brazos en alto como si fuera una plegaria al cielo. Armello vio con mas claridad el cuchillo: la figura lo sujetaba con un mango con una serpiente de hierro enroscada, años extremos eran dos afiladas cuchillas de unos diez centímetros.
Volvió a acercarse a Fabricci. Puso el cuchillo entre los dos, de manera que cada extremo quedara a la altura de ambos corazones.
—No, no, espera… —la voz de Armello se cortó al sentir la fría punta clavarse en su corazón.
La figura le miró a los ojos y luego miró hacia arriba.
—No somos nadie —dijo acercándose cada vez mas al conservador. Un hilo de sangre empezó a desfilar por ambos pechos—, nos entregamos a la fuerza del relámpago.
El cuchillo se clavó lentamente en los dos corazones, al mismo tiempo.