Huesos para Adhira

III

Un chillido atravesó toda la casa, mientras empezaba a formarse una nube de un embriagador humo blanco.

Edric Dumm saltó de su desecha cama y se incorporó sobre el frío suelo. Una mancha neblinosa ocupaba su mente, pero rápidamente se disipó. Estaba en su casa, en Convent Garen. Bostezando, Edric descubrió lo que le había despertado.

La cafetera moka chillaba desde la cocina. Dumm odiaba ese pitido, pero la cafetera le compensaba con un exquisito café.

Salió de su habitación y bajó las escaleras. Un extraño olor a malta que salía de una de las habitaciónes impactó en su olfato. “Me da igual”. Aún sentía el sueño pesar sobre sus párpados.

Sintió un dolor punzante en sus pupilas cuando se expuso a las ventanas abiertas del salón. Se maldijo así mismo por no haberse controlado la noche anterior. El recuerdo de él y el resto de los agentes de la comisaría de copas se reflejó en su mente; debía de haberse ido temprano, pero había seguido bebiendo sin pensar siquiera.

Apartó la cafetera del fuego y sacó una taza roja del armarito de la cocina. El humeante café lleno la taza rápidamente. Edric sopló un poco para intentar sofocarlo.

“¿Qué hora es? He perdido la noción del tiempo”.

Se sentó en la mesa de caoba y miró hacia el salón, sus ojos se detuvieron ante “El almuerzo sobre la hierba”, de Édourard Manet. Dumm se sonrió al pensar en la historia del cuadro: la manera en la que se salvó de las hogueras alemanas, y como había ido pasando de manos hasta llegar al museo de Orsay, en París. Le parecía divertido pensar que la gente seguía viendo la obra día tras día en el museo sin siquiera imaginar que el original se encontraba en un piso londinense.

Engulló la taza de un trago y se sirvió otra. Volvió a sentarse y suspiró.

—Hay mejores maneras de matarme que con un café caliente, ¿no crees? —dijo mirando con despreocupación la taza humeante—. Además, así es como me gusta más. Beatrice, sal de la cortina.

Edric miró la cortina verde lima del fondo de la cocina. La tela seguía igual de inmóvil que cuando había entrado, pero él no picaba. Ese mismo truco lo había usado varias semanas atrás. Aunque… Edric se dio cuenta de que había picado en el truco mas viejo del mundo.

El frío filo del cuchillo acarició su cuello, contrastando con el ardiente café que bajaba por su laringe. Edric mantuvo la serenidad en su rostro, sin dejar de mirar el Manet. La tercera vez que ella hacía el mismo numerito en lo que llevaba de mes.

—Vale, hoy no lo has hecho mal —dijo Edric dejando la taza sobre la mesa—. Sientate, quiero hablar contigo.

La joven quitó el cuchillo del cuello de su hermano y se sentó junto a él, sonriendo. Beatrice contaba seis años menos que Edric, aunque era mas alta que el inspector. Edric la miró a los ojos y se encontró con dos esferas cristalinas con el arcaico brillo de la curiosidad. Su piel, mucho mas blanca que lo normal en una persona sana, rezumaba un fuerte olor a protector solar.

—Vas a salir —aventuró Edric. Aquello no era una pregunta, sino que intentaba increparla. Sentía una gran preocupación por su hermana. En verano, no era muy conveniente que se expusiera a la luz solar.

—Sí, quiero ir a Apple Market, a compar y tal —la voz sonaba extrañamente cálida, Edric sospechó de ello.

Demasiado tranquila.

Beatrice cogió una manzana del bol de la mesa y la mordió. La fruta crujió entre sus dientes.

—Además, está nublado, no pasa nada —añadió ella.

—Aún así…

—Deberías preocuparte por tu nuevo caso… —interrumpió Beatrice para desviar su atención.

Edric rebuscó en su mente ese supuesto caso. Nada. La juerga de la noche anterior se debía a que su equipo había resuelto el último caso que llevaban entre manos. Un desequilibrado se había pasado meses metiendo en los lugares menos pensados corazones de bueyes, algo que había asustado a mas de unos. Según decía el detenido, era por mera diversión. Aunque se había pasado cuando había cambiado el bebe de un carrito por un corazón de buey cuando la madre del niño estaba despistada. El niño apareció entre unos arbustos a unos metros.

Un mes de servicios comunitarios y algo de terapia había sido el castigo del juez.

No había ningún caso abierto en ese momento.

—¿De qué hablas? —preguntó confuso.

Beatrice dejó la manzana y se levantó hacia el salón.

—Lynch ha llamado hace media hora. Han encontrado un cuerpo a unas calles de aquí. Por eso he puesto el café a hervir.

Y para ponerme un cuchillo en la garganta, pensó Edric, pero decidió callarse.

Dejó la cafetera en el fregadero y se encaminó a la puerta.

—No sé cuando volveré —dijo sin detenerse—. No te metas en líos, Beatrice.

La joven albina asintió, aunque Edric sabía que aún tramaba algo.



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En el texto hay: asesinatos, misterio, terror

Editado: 05.04.2018

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