Lo primero era lo primero, había dicho la hermana del capitán Dumm. Ella y Plock se volvieron a dirigir hacia la entrada, donde el forense acababa de preparar el cuerpo para su transporte. El calor fuera era aún peor, sobre todo con la gente que había alrededor con aire curioso. Plock no se explicaba cómo podía atraerles algo así.
El forense, un hombre robusto de tez morena, les saludo con una inclinación de cabeza antes de acercarse. Otros dos forenses indicaban al camión negro de la morgue las maniobras para acercarse lo máximo posible, y de paso poner una barrera entre el cuerpo y los curiosos.
—Apenas llevaba una cartera y un par de cosas más —explicó el forense apartándose la mascarilla para poder hablar.
—¿Tenía identificación?
—Sí —se giró hacia una mesa de plástico con unas especies de tablones para evitar que fotografiaran los enseres personales del cadáver—: Dwight Goodwin. Treinta y seis años. Era de aquí.
—¿Pone algo más? —preguntó Plock
—No.
—Decías que había algo mas.
El forense destapó dos objetos de una bolsa blanca. Eran dos bolsas mas, pero transparentes. Dentro de la primera brillaba la figura de una pequeña llave sin nada más que un número grabado: setenta y dos.
Beatrice le arrebató la bolsa y empezó a ojearla de cerca, pero la dejó de nuevo en la mesa con delicadeza. Hasta ese momento no había abierto la boca ante el forense, y no parecía tener intención de hacerlo: dio un paso atrás sin dejar de observarlo todo a través de sus ojos rojos.
Plock le dio la vuelta a la siguiente bolsa para ver mejor su contenido. Era como regaliz: seis ramas parduzcas atadas con un hilo rojo. Estaban perfectamente cortados. Ambos se dieron cuenta de algo sorprendente: entre las seis ramas se encontraba un pequeño insecto de un color amarillento.
—¿Qué es eso? —preguntó Plock.
El forense se encogió de hombros.
—Esto es todo lo que hay —dijo antes de despedirse y volver con su paciente.
—Quizás sea algo de esoterapia —se aventuró Beatrice cuando el forense se había alejado unos metros—, o medicina natural. Hay que preguntar quien vende esto, quizá era lo que venía buscando desde el principio el señor Goodwin.
—Me llama más la atención la llave —Plock rozó la llave a través del plástico—. Aunque de poco nos vale si no sabemos que abre.
Beatrice levantó la vista hacia el cielo. Plock la siguió y descubrió lo que de verdad estaba mirando: el techo acristalado. Sintió que tragaba ante la idea.
La joven dio un paso hacia la entrada de Covent Garden.
—¿Vamos?
Plock asintió mientras tragaba saliva viendo el techo de cristal fundiéndose con el cielo.
No hubo muestras de cortesía de nadie. Beatrice Dumm se adelantó a Ansel Plock y ahora subía una escalera de mano hacia el tejado. No era algo que hubiera molestado a Plock, ya que sentía que sus nervios se erizaban ante la idea de subir a esa altura.
Dejó atrás sus miedos y cogió el primer peldaño. Como agente raso, no podía desperdiciar la oportunidad de participar en una investigación, aunque fuera una investigación a la que nadie en el cuerpo parecía haberle prestado atención en un primer momento, solo aquella joven. Tampoco podía permitirse quedarse atrás por tener miedo a las alturas y convertirse en el cobarde del cuerpo. No, definitivamente no lo haría. Sería sentencia de muerte para su carrera y para el estúpido honor masculino.
Al llegar al último asidero, se encontró en un pequeño cuarto. Frente a él había una puerta abriera. Tras ella veía el terrorífico panorama que se avecinaba. Salió del pequeño cuarto y llegó a la terraza.
La vista de Londres desde lo alto de Covent Garden le sobrecogió. Nacido en un pueblo en Gales, Ansel Plock se había maravillado al ver la infinita extensión de Londres cuando la había visitado por primera vez, pocos meses antes. Pero a casi vente metros de altura en el casco viejo de la ciudad, sentía que esa inmensidad se había agrandado mucho mas de lo que imaginaba.
Se hizo un nudo en su garganta al mirar al suelo. Bajó sus pies se extendía un vacío hasta llegar a la planta baja de Covent Garden, uno o dos pisos por debajo del nivel del suelo. Por un momento pensó que estaba cayendo, pero seguía de pie sobre el techo acristalado.
Apartó la vista y decidió fijarse en la majestuosa figura de la Bahía de Wehtmincher y el London Eye. Pero descartó la idea al pensar que sería mejor saber en todo momento, pues no había ninguna valla que lo protegiera de una caída mortal. Empezó a andar hacia Beatrice, que se había alejado hasta uno de los extremos del tejado, el mas alejado.
Suspirando, Plock pisaba con la mayor delicadeza que podía el suelo, creyendo oír como el cristal crujía bajos sus pies. Algunas personas en el interior del mercado empezaron a señalar al agente. Seguro que se estaban partiendo de risa con solo verle. Plock sabía que su tendría que estar con una expresión de total horror. Sus brazos estaban algo separados del cuerpo, como si anduviera por la cuerda floja. Lo único que trataba de hacer era mantener los ojos abiertos, algo difícil ya que había una voz en su cabeza que le susurraba que escapara de aquella escena.