Huésped Silenciosa

Capítulo 1: Espeluznante

—Tatiana, me acercaré —anuncia Luisfe, con la cámara en la mano.

—Bien —respondo mientras camino hacia la multitud.

Me acomodo el abrigo, el día ha estado por completo nublado y el sol ha sido demasiado esquivo.

Frente a la casa listones amarillos y agentes de policía prohiben el acceso, pero lo que atrae miradas está detrás de éstos. Personal del CTI entra y sale de la casa y su presencia sólo significa una cosa: muerte violenta.

A mis fosas llega un olor metálico y a grasa rancia. A mi lado los curiosos se congregan con ojos llenos de hambre por el chisme, así que me dispongo a dar inicio a mi trabajo para cubrir la más reciente masacre en Bogotá.

—Parecía un buen hombre —afirma una chica que apenas debe alcanzar la mayoría de edad— Mi abuela los veía todos los domingos en la iglesia —añade.

Me giro a ella y extiendo mi grabadora en su dirección.

—Tatiana Botero Ortega, periodista de El Espectador ¿Puedo hacerle unas preguntas?

Ella se asombra, pero asiente mirando de mí a su amiga, con quien ha entrelazado el brazo izquierdo.

—¿Conocía a los integrantes de esta familia?

—Soy vecina —explica—, parecían ser una familia normal.

—¿Sabe qué sucedió?

Ella mira a su acompañante, quien la anima a continuar.

—Bueno… lo que están diciendo, veci, que el señor se volvió loco y mató a su esposa y a sus hijos con un cuchillo.

—No, a la niña no —afirma un hombre de unos cuarenta y tantos años tras ella.

Me dirijo a él.

—¿La niña?

—Sí, ellos tenían tres hijos, dos varones adolescentes y una niña pequeña.

—¿Sabe cuántos años tiene la niña?

—Es una chinita como de seis años —responde.

—¿Usted vio lo que sucedió?

Niega moviendo la cabeza.

—No, pero escuché los gritos. Fue horrible.

Se estremece abrazándose a sí mismo. Asiento.

—Yo creo que por trabajar con tantos locos enloqueció —murmura otro hombre mirando hacia la casa casi sin parpadear.

—No viste sus ojos —Se acerca una anciana—. Eso no fue normal.

—Señora ¿vio lo que sucedió en la casa? —indago.

La mujer me mira con la desconfianza tatuada en el rostro, pero tras unos segundos asiente.

—Soy periodista, ¿podría contarme lo que vio?

—Eso no fue normal —repite—. Cuando Don Raúl llegó tenía los ojos inyectados en sangre. Aunque pasó por mi lado y lo saludé como siempre, me ignoró como si no me hubiera visto.

—¿Cuál es el apellido de Don Raul?

Lo necesito para corroborar la información que llegó desde nuestro informante en la Policía.

—Él se llama Raúl Iván Manrique Silva.

—Entonces ¿qué presenció?

—Lo que me llamó la atención fueron los gritos de Doña María —pausa mirando hacia la casa—. Pedía ayuda de una forma que jamás olvidaré.

—¿Qué sucedió con los niños?

—Ellos lloraban y le gritaban a su padre que se detuviera… Eso fue… espeluznante —dice en un hilo de voz.

—Antes mencionaron que sobrevivió una niña ¿saben qué sucedió con ella?

—La niña fue testigo de todo —afirma la mujer mayor—. Cuando ella abrió la puerta la vi bañada en sangre… ¡Dios mío! Nunca había visto algo igual.

—¡El diablo anda entre nosotros! —exclama uno de los hombres, quien se persigna de forma constante.

—¿Usted entró en la casa? —continúo con mi investigación casi imaginando la escena.

—Me acerqué con miedo, pero necesitaba ayudar a la niña… La chinita estaba como ida, le preguntaba qué había pasado y no me respondía, era como si se le hubieran comido la lengua.

—¿Y si ese hombre lo hizo? —cuestiona uno de los hombres. —Todos lo miramos.

—No, claro que no —niega ella—. Estaba asustada y no era para menos.

—Ojalá se muera ese hombre, porque no merece algo menos —expresa otro de los curiosos.

—¿Él no atentó contra su propia vida? —cuestiono.

—Lo intentó, pero cuando la ambulancia llegó él aún estaba vivo —dice la mujer mayor.

Algo en el relato consigue que me estremezca.

—No creo que sobreviva, intentó cortarse la garganta —afirma el hombre.

Un viento frío que proviene desde la casa me revuelve el cabello, atrayendo mi atención.

—Sé por qué sucedió —afirma la anciana y parpadeo antes de apuntar una vez más mi grabadora a ella.

—¿Por qué? —pregunto de manera profesional.

—Hace unos días los niños con sus amiguitos jugaron un juego de esos en que le hacen preguntas al diablo. Seguro algún demonio se metió en el cuerpo del padre.

Se persigna, mientras los demás permanecen en silencio. Decido no continuar con ellos. Acerco la grabadora a uno de los policías que custodian el lugar.

—¿Alguna información para la prensa?

—La prensa debe esperar la versión oficial —me responde y gira para darme la espalda.

Ruedo los ojos.

Regreso a la camioneta del periódico. Abro el portátil, enciendo un cigarrillo que no me fumo y comienzo a escribir con dedos veloces. La primicia es fundamental.

Unos minutos después los vellos de mi nuca se erizan. Debo alzar la mirada de la pantalla para ver quién me está mirando. Lo único que hay afuera son más curiosos que llegan con hambre de chisme y morbo. Masajeo mi cuello.

De pronto, la puerta del conductor se abre. Salto asustada.

—¡Ey! sólo soy yo.

Mi compañero se ríe divertido.

—¡Jueputa! —insulto con fuerza sin poderlo evitar—. ¡Casi me matas del susto!

Él sólo me ignora.

—Después de tomar las fotos fui por café —Muestra las bebidas—. Relájate un poco.

Inspiro y exhalo profundo.

—Luis Fernando sólo… sólo entra y dame ese café.

Tomo el primer sorbo, me sabe a gloria. Miro de nuevo hacia la casa, mientras él enciende la radio y el himno nacional además de la oscuridad de la noche que apenas inicia anuncian que son las seis de la tarde.

—Conseguí buenas tomas. Mira ésta.

Me muestra la pantalla digital. En la imagen se alcanza a ver el interior de la casa, platos servidos aún con comida sobre la mesa del comedor y sangre salpicada entre las paredes y el suelo de baldosas blanquecinas. Además varias huellas, algunas pequeñas. Es en la niña en la que pienso caminando entre los charcos de sangre de su familia.




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