Estaba en la sala de espera. Esperaba una vez más que sea su turno.
Miró su número nuevamente. Aún faltaban unas 7 personas más delante de ella. Se dispuso a levantarse, sus piernas dolían adormecidas por todo el tiempo sentada en aquella habitación. Cuando logró visualizar un surtidor de agua, se acercó.
En el camino encontró a Dennis hablando ruidosamente por teléfono, juraba que todo el mundo podía escuchar su conversación. Pero a ella no parecía importarle, es más, se podría decir que ese era su propósito. Ella simplemente era así.
Al instante que vio a Ivy, sonrío ampliamente. Levantó un dedo en señal de espera, y se oyó el sonido de su voz despidiendo a alguien. Una vez que cortó la llamada, se dirigió con pasos apresurados a su amiga.
— ¿Ya te atendieron? —preguntó esperanzada.
— No, aún no, van por el número 65 —respondió cansada.
— ¿Qué? Tú eras el 70 —dijo con los ojos bien abiertos.
— No, pero casi, soy la número 72. —Estiró el papel para mostrárselo, ella simplemente lo apartó con la mano y rodó sus ojos.
— No puede ser que demoren tanto. Te lo dije, tendrías que haber ido un día de la semana, los sábados por la mañana están repletos en ésta época del año, viene todo el mundo a recibir sus mierdas.
Ivy puso cara de disgusto mientras comprobaba si alguien las había escuchado, luego se arrepintió de haber hecho eso cuando vio que de hecho así era. — Lo sé, pero no quería faltar a clases, no quiero que figure ni una sola inasistencia más.
— Eres totalmente dramática. Estamos ya a fin de curso, pronto terminan las clases. Tienes excelentes calificaciones y nada por perder, además que las cartas de admisión de las universidades ya han sido enviadas. Estaríamos viéndolas en este preciso momento, de no ser por ti, con la ocurrencia de, que hoy sábado, busques tu correo.
Ella lo sabía, pero de verdad necesitaba ver el correo que había mandado su abuela para poder tranquilizarse y tomar el valor necesario para abrir aquellas cartas.
La abuela de Ivy vivía en Japón hace unos 6 años cuando, después de muchos tiempo de ser viuda, conoció al nuevo amor de su vida en un café, un Italiano que vivía allí. Todo sucedió cuando había viajado junto a un grupo de amigas. Cuando regresó a Utah siguieron comunicándose a través de cartas, hasta que, tiempo después tomó la decisión de irse a vivir junto a él. La madre de Ivy siempre había dicho que había cometido una locura. Pero ella, por lo contrario, admiraba a su abuela por amar tanto a alguien como para alejarse de su hogar por él. Siempre disfrutaba de escuchar las historias de amor que le contaban desde pequeña.
En el fondo la culpaba a su abuela materna de que la haya convertido en fan del romanticismo, y de escribir cartas.
Ésta una vez por mes enviaba correos a Ivy, una carta, y un regalo. Nunca lo olvidaba. Y en ese momento, ella sentía que necesitaba a su abuela para afrontar todo aquello por lo que estaba pasando, para que le dé la fuerza necesaria de abrir las dichosas cartas de admisión de la universidad que aún, aunque no lo admitía, no se sentía para nada preparada.
Caminó junto a Dennis de vuelta a la sala de espera. Ambas vieron que iban por el número 68, y bufaron a la vez, mientras se dejaban caer en los duros asientos.
De todas formas, ella agradecía la compañía de Dennis, ya que últimamente estaba más nerviosa de lo normal. Eran así, un par que no se separaba. Dennis siempre la acompañaba, siempre estaba ahí, nunca la dejaba sola. Le transmitía la seguridad que ella tanto necesitaba a todo momento. Es por ello que abrir aquellas cartas la afectaba tanto.
Dennis si bien era muy inteligente, contaba con el hecho de tener dinero, mucho dinero. Y sobre todo, un padre con muchos contactos, es decir que podía entrar a las mejores universidades, muchos sabían que ése era uno de los requisitos para poder entrar muchas veces, a pesar de que era injusto. Pero Ivy no corría la misma suerte, su madre era económicamente estable, pero no contaba con que ella pudiera “mover sus hilos” o pagar la universidad que sea. Sino que solo contaba con tener muy buenas notas, las mejores, pero ya conocía demasiado bien que eso no bastaba en este mundo. Además, de que simplemente, no era muy sociable, para nada.
Cada vez que se enfrentaba a personas que no la conocían, el mismo sentimiento se repetía una y otra vez, sin parar, consumiéndola, y lo peor de todo, a cerrarse en sí misma. Ella no contaba con dar las mejores entrevistas, hablando, convenciendo. Ella solo se defendía con letras, escribir y sus calificaciones, en muchos aspectos de su vida, y eso no era bueno en esta vida.
Dennis la había ayudado incontables veces a enfrentar muchas situaciones. Su amiga siempre fue muy sociable, extrovertida, y, siempre que podía, ayudaba a Ivy a superar sus dificultades y obstáculos que muchas veces ella misma se ponía. Obvio que, en la medida que podía lograrlo, claro. No hacia milagros, pero era un gran apoyo. Todos decían que ella sin Dennis podría ser mucho peor, hasta la misma Ivy lo pensaba.
Es por ello que cada vez que pensaba en que no podría ingresar a la misma universidad que su mejor amiga, que ambas estarían a kilómetros de distancia, le entraba una especie de pánico. Solo deseaba estar con ella, donde sea. Es por ello que se esforzaba tanto. Suficiente era con saber que no coincidirían en las mismas materias, su amiga estaba interesada en el periodismo, en cambio Ivy, estaba interesada en ciencias médicas. Aunque no había tomado una decisión en sí, estaba muy segura que periodismo es algo que nunca querría llegar a hacer, tampoco podría.
— ¡Número 72! —exclamó el hombre con gorra azul detrás del mostrador.
[...]
Cuando sostuvo en sus manos una caja, algo pequeña y de cartón, salieron del lugar. Ésta estaba empapelada a mano, con un papel de color rosa pastel, con pequeños dibujos que variaban entre cerezas, corazones, rosas, y pequeñas niñas con distintas expresiones, de vestido amarillo pastel. Cualquiera que conozca a su abuela podría reconocer, a simple vista, que el regalo provenía de ella. Ivy estaba feliz. Su abuela siempre repetía que lo consideraba más que un obsequio, más bien lo llamaba un “mimo al corazón”.