Humor y horror en la calle 69

Tu madre, anoche

—Mete eso ahí.

—¡No cabe, no cabe!

—Coño, que sí va a pasar, sólo un poco más.

—Es demasiado grande, ¡sácalo!

—¡No puedo hacer yo todo el trabajo! Y gíralo a la izquierda.

—Ahora sí, ¡mete y jala!

Diálogos perturbadores y faltos de contexto de lado, Fabricio e Eunice trataban de sacar a Óscar por la ventana del asiento del piloto y fallando en sus múltiples intentos. El muchacho dormido era pesado y su cuerpo se dejaba caer como títere sin cuerdas. Mientras Fabricio jalaba desde afuera, Eunice empujaba desde el puesto de copiloto y movían al muchacho de lado a lado; eventualmente terminaron ambos con una rodilla bajo el brazo cada uno y la cabeza de Óscar dormitando sobre los pedales, así fuese anatómicamente imposible.

Eunice soltó de golpe la pierna que sostenía y resopló exasperada.

—Esto no va a funcionar. Estoy cansada de manguarear con el culo de Óscar, tengo frío y me estoy mojando el culo porque se cayó puerta y… ¡¿Y por qué coño no lo sacamos por ahí?!

Por algo había sido Eunice la que escribió la tesis de los dos.

La muchacha salió dando tumbos hacia la calle, temblando de frío y con media cara todavía ligeramente ensangrentada, la lluvia limpiando solamente los excesos. Fabricio se movió a su lado y entre ambos jalaron a Óscar por una pierna mientras la otra estaba colgando por la ventanilla contraria. También se hubiese podido abrir la puerta del piloto pero ninguno de los dos se encontraba en un estado donde pudiesen negar el estar de cuerpo presente y mente ausente.

Entre los descoordinados jalones, el forcejeo y un par de tirones de pelo, Óscar estaba a punto de salir. Era como ser estudiante de Medicina, estar haciendo las prácticas en alguna clínica barriobajera y haberse quedado atrapado en la unidad de partos, sólo que ligeramente más higiénico.

Un último jalón y Óscar salió completamente del carro, su cabeza cayendo sobre la puerta en el suelo estrepitosamente y despertando al muchacho, a quien el mundo le daba la bienvenida como a un recién nacido: mojado y adolorido. Seguía siendo mejor que la unidad de partos.

Mientras Fabricio ayudaba a Óscar a levantarse, sentándolo en el asiento del carro detrás de él, Eunice miraba sus alrededores. Frunciendo el entrecejo preguntó la incógnita que Fabricio llevaba en la cabeza por más de una docena de párrafos.

—¿Con qué chocamos?

Fabricio no respondió y Óscar probablemente no la oyó. Preguntó otra cosa.

—¿Dónde estamos?

Nada.

El cuerpo de la muchacha comenzó a temblar con más intensidad, la rabia y la incertidumbre anidándose juntas en la base de un estómago amenazando con hacerla devolver el almuerzo.

—Tenemos que movernos —espetó Eunice, su voz quebrándose con cada sílaba ligeramente. Había visto la estación de servicio, que para su vista sin lentes no era más que un manchón luminoso con un letrero en lo alto, y resguardarse de la lluvia le parecía lo primordial. Mirando a Óscar, hizo otra pregunta: —¿Puedes caminar?

El referido enfocó su vista en ella y chilló, sorprendido de verla bañada en la sangre que la lluvia no había quitado, y asintió al reconocerla pero de su boca salió cualquier cosa menos una respuesta.

—¿Qué mierda te pasó? —preguntó estupefacto.

—Mi vagina cerebral está menstruando, obviamente —respondió de golpe. La cara de asco que puso Fabricio falló en camuflar su risa, produciendo un extraño sonido similar a un gargajo. —Chocaste y me partí la cabeza, básicamente.

—¡¿Qué?!

Óscar se levantó de golpe, sus largas piernas milagrosamente evadiendo la puerta caída y dando trompicones hasta rodear un par de veces su carro, murmurando incoherencias a la par de sus irregulares pasos. Detuvo su andar junto a la puerta del copiloto en el suelo u se dejó caer de rodillas a su lado.

Gritó al cielo como si éste fuese a responder sus plegarias. Eunice lo pateó en las costillas, Fabricio la regañó con la mirada y le ofreció una mano a Óscar. Se dio cuenta en ese momento del estado del vehículo, el cual estaba peor de lo que se imaginaba: falto de una puerta, la capota abierta y abollada además de ambas luces delanteras quebradas. Ni hablar del guardafangos colgando y balanceándose o de la pintura arruinada.

O de la perfecta impresión de garras que iba desde la capota hasta el borde de la ausente puerta.

Eunice le hizo un par de gestos a Fabricio y entre ambos levantaron la puerta y la apoyaron contra el auto. Las marcas continuaban y se volvían más profundas conforme continuaban su daño sobre el metal y no se detenían ni siquiera al borde. Fabricio supo que Eunice estaba atando los mismos cabos que él. Una luz los iluminó desde atrás, era Óscar habiendo sacado su teléfono aparentemente intacto.

—¿Qué rayos jodió mi auto? —preguntó Óscar a la par que Fabricio checaba sus bolsillos buscando su móvil. No estaba, debía de haberse caído al suelo del auto.




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