Humor y horror en la calle 69

Fuego al Horla

Toda idea, toda ocurrencia, sin importar cuán grande o pequeña, podía ser dicha en cualquier hora y lugar con la mayor sencillez del mundo. Escribirla, darle presencia en el mundo material, solamente poseía una mínima dificultad requerida para su nacimiento dimensional. Ponerla en marcha, por otro lado, representaba una odisea que jamás vería justicia en las páginas de ningún libro (lamentándolo por Homero) o en los pixeles de ninguna pantalla.

Porque no era asunto de valor, no era asunto de creatividad ni de perspicacia. Tampoco era una batalla de voluntades internas.

Era un asunto de locura.

El poner en marcha algo novedoso, en contra de todo lo conocido y repetible, el hecho de crear, no era más que la demencia misma puesta en acción y en espera de una reacción beneficiosa para las partes interesadas. Qué tan loca sería definida la mente detrás de los hechos iría de la mano de la cantidad de riesgos, qué tanto hay que perder y qué tanto hay que ganar. El miedo como tal no tenía cabida alguna, porque los locos no son cobardes.

Tampoco son valientes, había dictado Eunice tiempo atrás, porque para ser valiente se necesitaba un miedo al cual superar.

Entonces, Fabricio agradecía no estar loco porque vaya que tenía miedo. Mucho miedo. Lastimosamente, de médico, poeta y loco, todos tenían un poco. Así iba el dicho y, aunque Fabricio no estaba de acuerdo con ninguna de las posiciones, estaba seguro de necesitar ese poco de locura para siquiera darle pies y cabeza a alguno de los tantos planes que rebotaban de un hemisferio cerebral al otro.

En la oscuridad en la que se encontraba, ligeramente perturbada por la tenue iluminación del sistema de emergencia, podía darse el lujo de mantener su expresión constipada ante la sugerencia de su amiga y ante su propia mente, que estaba procesando la posibilidad. Entre tentativas y tal vez si estotal vez si eso y aquello, miró a Óscar buscando algún deje de apoyo tanto moral como lógico.

Encontró la misma desolación que sentía en la boca de su estómago reflejada en los ojos de su amigo. Suspiró, asiendo la llave de cruz con más fuerza entre sus manos temblorosas.

Fabricio había sido un niño de parque, de calle y de paseos, de columpios, pelotas y raspaduras en las rodillas y si bien había pasado más de una noche en vela con la NES, nunca pasó tanto tiempo frente a ninguna pantalla como otros niños noventeros. Tampoco en su adolescencia ni adultez, pero sabía lo suficiente de cultura televisiva general como para pensar en aquel norteamericano que armaba aviones con un chicle masticado y un clip

–MacGyver (1) –murmuró Eunice; había sonado más como un resoplido que como una palabra con sentido. La muchacha se rascaba la cabeza con ferocidad y Fabricio estuvo tentado a detenerla pero la dejó seguir, tenía más cosas en las que pensar. Óscar por su parte se sentó en el piso entre las piernas de ambos, recostando su cabeza en la rodilla de su amigo y mirando al techo sin fijarse en nada específico, el vaho de su aliento saliendo en formas irregulares de sus labios.

Incluso si estuviesen en algún episodio cancelado de dicha serie, Fabricio no hallaba manera de sumar pintura para casa con la criatura y obtener un resultado favorable. Favorable significando que los tres saliesen ilesos, por supuesto. Además, ver contra qué se enfrentaban estaría la mar de bien pero luego ¿qué? ¿Se pintaban también ellos mismos y hacían fiesta?

Estando más pequeño, había armado la típica broma de colocar un balde de pintura sobre una puerta para que le cayese al próximo desgraciado que la abriera un poco más de la cuenta. También había sido castigado con unas merecidas nalgadas por ello. Las nalgadas no lo desanimaron de seguir con su conducta en aquel entonces y dudaba que funcionasen en el singular dilema que tenía entre manos.

Tal vez un golpe con algo más fuerte, pensó sintiendo el peso de la llave de cruz balancearse en su mano, tenía un depósito entero lleno de todo tipo de herramientas a su alcance. Pero aunque pocas cosas aguantaban una taladrada en el cráneo, no contaban con la asistencia de la electricidad para llegar a mayores y la fuerza bruta era uno de los campos en los que no poseían la delantera.

Fabricio estaba cerca de darse por vencido, ganar una de las batallas no lo acerba a ganar la guerra y ésta ya la veía perdida. Desde su punto de vista, no quedaba mucho más que hacer además de masticar la pizza, cuyo hielo había humedecido el vello de su pecho, y esperar a que el fuego del infierno la calentara lo suficiente para derretir el queso.

Ah, fuego.

Se percató de la mirada de sus amigos dirigida hacia él, ojos cansados pero brillando con curiosidad. Probablemente haya pensado en voz alta quién sabe por cuánto rato. Óscar pareció estar en el mismo curso de ideas, frunciendo el entrecejo y cavilando sobre la situación como si la sugerencia que acabase de oír fuese plausible para más que una teorización.

Eunice, por su parte, era la ausencia puesta en escena, y el escenario era su rostro. La muchacha podría estar deliberando entre algo lógico para el contexto y algo completamente no relacionado con el momento para después comentar una mezcolanza singular entre ambas actitudes. Uno nunca podría llegar a saber qué sucedía en su cabeza, en especial durante los momentos donde sería extrañamente ventajoso.




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