Fabricio sabía que su vida estaba destinada a una serie de eventos posiblemente desafortunados si jugaba mal las cartas de su vida, cosa que estaba sucediendo pues ya había empezado el trajín actual encontrándose con las manos vacías para el catorce de febrero. Ello era, si se permitía una total honestidad consigo mismo incluso en tal infame momento, leve comparado con ver a la pizza siento pisada por una fuerza invisible a sus mortales ojos.
Ver el queso maltratado hundirse ante la fuerza desconocida, la salsa brotando continuamente de todo orificio y borde a su alcance hacia el suelo mojado cuales granos en rostro de muchacho recién entrado en la pubertad, le sacaba el alma y el aire a partes iguales sólo para dejar un espacio que ocupare la rabia. El feroz enojo que lo invadía se quedó en sus piernas, clavándole al suelo con inamovible firmeza. De todas las grandes cosas de la vida que podrían causar un brote de tal magnitud a su valentía, o a su idiotez dependiendo de con cuál lente se mirase el cuadro, era la más pequeña pero más significativa aquella que lo impulsó a actuar.
Siguiendo el patrón de las huellas sobre la pintura (sobre el queso de la pizza jamás comida), podía notar que la criatura estaba a menos de dos o tres metros de él. Frente a frente con el imposible ser, entendió que se encontraban en condiciones altamente desiguales, riesgosamente desiguales. Letalmente desiguales. El desafío falló en desanimarlo y, tal vez por primera vez en la noche, sintió las burbujeantes ganas de reír elevarse desde su abdomen hacia su garganta y las habría confundido con vómito de no ser por la ausencia de repulsivos sabores, y nada más.
Si enfocaba lo suficiente su deteriorada vista, percibiría que algunas gotas de lluvia chocaban antes de llegar al suelo. Tales gotas formaban un halo y traían a la existencia a la criatura que en el fondo de su mente todavía batallaba por negar, dejándolo en una terrible realidad donde seres invisibles pero tangibles tan grandes como una camioneta fuesen parte indiscutible de ella.
La situación, como toda la noche que lo rodeaba, era una de risa. Sería una de risa en los días por venir pero en ese instante Fabricio hubiese considerado no sentir vergüenza alguna por haberse orinado en sus pantalones. Al menos el hecho de estar completamente empapado por la lluvia disfrazaría su penoso delito.
En ese instante, y no en otro, Fabricio sintió la ausencia de la llave en cruz más nunca. En algún momento la había soltado sin darse cuenta y el peso de la lata de pintura era mucho menor como para comparársele. Quiso llorar por un segundo para luego desear que se lo tragara la tierra, el lugar de que lo hiciese la criatura. Todo lo que podía salir mal había acabado saliendo peor, en especial porque el calor entre sus piernas desafinaba tanto con el frío alrededor de él que el pitido en sus oídos era bienvenido a escena.
Realmente, le daba un toque excepcional a su situación.
Mucho después entendería que, de entre todas las cosas, estaba enojado. Consigo mismo más que todo, por no haber parado de pensar. Para cualquier otra persona, que su cerebro hubiese continuado bajo lógico procesamiento hubiera sido algo bueno pero el problema que poca gente vería era que Fabricio estaba pensando en cualquier cosa menos en algo lo suficientemente útil para aportar soluciones viables.
Por ejemplo, hubiese sido mejor entretener la idea sobre la existencia de las posibilidades de luchar con o sin esperanza alguna contra la criatura. Al menos, mejor que pensar en que iba a llegarle a Mary en San Valentín con las manos vacías o sin manos del todo.
O cómo huir en alguna dirección en busca de ayuda, en busca de un arma, en busca de algo que no fuese una pizza cuyo estado no desanimaba a Fabricio en cuanto a su capacidad de comérsela. Peores cosas se había llevado a la boca y seguía vivo, contra todo pronóstico hecho previamente. Una tragedia para todos quienes habían dicho que moriría por la boca como un pez, porque ojalá fuese así, pensó.
Pero por encima de todo, hubiese preferido haber visto su vida pasar ante sus ojos que estarse quejando porque su vida no pasó ante sus ojos. Ni siquiera podía recordar qué había cenado la noche anterior. Y eso que podía recordar la mayoría de las órdenes que había pedido en los sitios de comida que frecuentaba, notando que no era alguien que gustase de repetir.
En pocas palabras, habría sido feliz de amarrarse a un solo curso de ideas y no a dejar a su mente volar sin rumbo en el lugar menos indicado. Su profesor preferido tendía a decir que había un momento y lugar para todo. Ciertamente aquel no era ni lo uno ni lo otro.
Extendió una mano, y si se había cuestionado si aquello existía como se había cuestionado cualquier otra tontería en su lugar (que en realidad no lo había hecho, por mucho que debió), entonces sus esfuerzos habrían sido completa, total e indiscutiblemente inútiles. Su mano chocó contra algo sólido, extrañamente suave y muy cálido, húmedo por la lluvia pero emanando una viscosidad que se había enredado entre sus dedos al menor movimiento.
Baba.
O mocos. Si algo se podía decir de Fabricio, era que estaba abierto a encontrarse con todo tipo de contingencias.