Huyendo de algo llamado “amor” [1]

C u a t r o

 Jessie's era un establecimiento de comida. Todo lo que quisieras ordenar y fuese comida chatarra estaba en el menú, hasta los postres. Unos eran nutritivos pero otros hasta podían ser prohibidos por los médicos. Pero eso sí, todo aquí era jodidamente delicioso.

Trabajaba aquí desde hace cuatro meses, y su propietaria, Jessie Stone, era amiga de una tía mía, por lo que tenía casi el trabajo asegurado cuando me entrevistaron para el puesto. Jessie era todo un amor, ella me ayudó mucho en el tiempo en que me adaptaba a mi nueva vida aquí, y me aconsejaba en lo que podía.

Yo era mesera, lava platos, despachadora en la barra de tragos y cocinera. Al final, ejercía de todo, y no me molestaba. Me gustaba agarrar experiencia en lo que fuese, para así saber un poco más de la vida, no sabía dónde iría a parar y era mejor estar preparada. Trabajaba los días de semana de seis a diez de la noche. Y los fines de semana, de tres a diez y treinta de la noche. El pago era regular y las propinas no eran tan malas, me ayudaban mucho, en realidad. Pero debía encontrar a una compañera pronto, ya que yo sola no podía con todo.

—¡Hey, Emma! La mesa dos es toda tuya.

Margaret, mi compañera de turno, me sacó de mi ensimismado. Parpadeé muchas veces, confundida.

―Claro —balbuceé.

Me erguí, y me aparté de la barra en donde estaba recostada, y me dirigí hacia dicha mesa, colocando en mi cara la mejor sonrisa que podía fingir.

―¡Buenas tardes y bienvenidos a Jessie's! ¡Hogar de las mejores hamburguesas y batidos de todo San Francisco! ¿Ya desean ordenar?

Mi mirada llegó hasta cierto chico de aspecto extremadamente guapo, a mi parecer. Sus ojos color miel me hipnotizaron por una milésima de segundo. Retiré mi vista y la llevé hasta su acompañante, un chico con cabellos enrulados, y por lo que pude notar cuando me sonrió coquetamente, usaba frenillos.

—Hola, dulzura. Por lo que veo este no sólo es el hogar de las mejores comidas, sino también de chicas muy preciosas ―dijo éste, haciendo un guiño que pareció un tic nervioso.

Contuve mis ganas de poner los ojos en blanco.

—Gracias ―Me esforcé a pronunciar—. ¿Les gustaría ordenar ahora o se declinan por la sugerencia del chef? ―Finalicé, deslizando mis ojos del uno al otro.

―No, ya estamos listos para ordenar —Repuso el chico de los ojazos―. Quisiera una monstriburger, papas y coca cola grande.

Lo apunté en mi pequeña libreta.

—¿Y usted? ―Le hablé al de los cabellos revueltos, aun escribiendo.

—¿Qué me recomendarías tú, linda? ―Se notaba que le gustaba flirtear. El de ojos hermosos, lo fulminó, advirtiéndole sin palabras que se comportaba. En mi interior, le agradecía.

—Podría...―Fui interrumpida por él.

―Tomará lo mismo que yo. Lo que sucede es que le gusta molestar a chicas lindas que sabe que nunca le harán caso —Me obsequió una mirada de disculpas. Pasé por alto el que él me considerara "linda".

―¡Diablos, Tobías! Me arruinaste el momento. Ya casi que caía ante mis encantos —Refunfuñó indignado su amigo, apoyándose en el espaldar de la silla.

Tobías. Con que así se llama.

—Olvídalo, Sirius. No pasará.

―Si me disculpan —Carraspeé, sintiéndome cohibida.

Di media vuelta, yéndome de esa mesa de locos. Si, Tobías era muy atractivo, pero en lo que yo era experta era en apreciar la belleza desde lejos.

Fui hacia la cocina, pasando la puerta giratoria roja y encontrándome con tres cocineros ajetreados. Dejé el pedido en su lugar correspondiente y esperé unos minutos a que Clinton, el cocinero, me lo despachara.

El sonido de los sartenes moviéndose y la comida friéndose se escuchaba en el lugar. Los distintos platos de comida puestos en orden sobre la mesa, mientras los que preparaban esta, se movían de un lado para otro. La cocina era lo suficientemente grande para que no se causase desorden y todos aquí procurábamos que la presión no se nos fuera a la cabeza. Soltábamos bromas para aligerar el largo día de trabajo, y comíamos juntos después de que el lugar cerrara. Éramos una especie de familia a la fuerza, pero que al final terminamos aceptando que funcionábamos mejor unidos que enemistados.

—Hola, muñeca bella —Saludó una voz muy familiar.

Vi detrás de mi y observé el ingreso de la jefa a la cocina. Jessie era una mujer hermosa; cabello oscuro, luceros cafés, tenía un porte exquisito como si todo el día anduviese en una alfombra roja y era una mujer felizmente casada con un piloto de aviones.

—¿Cómo estás, Jess? —Meneé mi mano—. Creí que no vendrías hoy y dejarías a Max a cargo —opiné refiriéndome al supervisor.

Ella hizo una mueca, restándole importancia.

—He faltado toda esta semana, no podía hacerlo más. Además, él me llamó para decirme que le pediste más horas de turno —Irguió su ceja y mientras hablaba, sacó de su chaqueta su teléfono, lo ojeó con rapidez y lo volvió a meter en su bolsillo.




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