Huyendo de algo llamado “amor” [1]

D i e c i s e i s

Tobías y yo llegamos a Colorado Springs al anochecer de ese mismo viernes. Me acompañó desde la llamada, hasta la retirada de ropa al apartamento y luego al aeropuerto, en el cual tuvimos que esperar dos horas para el próximo vuelo que salía a Colorado. Me dejó en claro desde un principio que no me dejaría sola, y prácticamente fue él quien tuvo que hacer todo el papeleo y los arreglos para venir debido a que mi mente no se encontraba en buenas condiciones como para hablar y desobedecía toda orden que le daba.

El hospital me daba una imagen tétrica en estos momentos. Ingresé por las enormes puertas del hospital San Graustin de Colorado Springs. No había pisado esta pedazo de tierra desde que partí en un avión rumbo a lo que creí sería mi oportunidad de redención. Maldecí por lo bajo al darme cuenta de que no podía recordar el estúpido número de habitación en donde se encontraba mamá. Traté de despejar mi mente y así lograr recordarlo, pero no se me concibió.

Detuve mis pasos acelerados en medio de un pasillo medio vacío, y Tobías, quien me había seguido, se detuvo a escasos centímetros de mí, con la respiración apresurada como la mía.

Me di la media vuelta, enfrentándolo.

—¿Cu-uál era-a el núme-ero de habita-ación? —mascullé con la voz entrecortada. Toda yo temblaba como terremoto a gran escala.

—El trescientos doce.

Busqué indicios del número en algún cartel, más mi vista se encontraba nublada. Tobías tomó mi mano fuertemente y me jaló hasta el final del pasillo, doblamos y fuimos a parar a una hilera de puertas color caoba, cuyos números se plasmaban en la superficie. Y ahí estaba, el tan aclamado 312. Temerosa me detuve justo enfrente de ésta. Tobías —a quien había arrastrado hasta ahí— me apretó la mano, tratando de transferirme fuerza. Nació una sonrisa débil de mis labios, y él me la devolvió, sus ojos comunicaban un mensaje; que pasara lo que pasara estaría para mí, y nunca me había sentido más agradecida con alguien en mi vida.

Dirigí mi cabeza a lo que me separaba de mamá, y con el miedo corriendo en mis venas tomé el pomo y lo giré, empujando la puerta suavemente al entrar. Mis pasos fueron lentos, evitando la realidad. Se podía oír el ritmo de la maquina cardíaca, el usual aroma a antiséptico me envolvió, y el blanco empezada a ser un color al cual aborrecer.

Mis pulmones dejaron de trabajar ante lo que mis ojos se fueron a topar.

Mamá se encontraba postrada, gravemente herida. Una de sus piernas se hallaba colgando, enyesada. Sus brazos contenían suturas, unas vendadas y mientras que las más pequeñas no. Su carita, Dios, llena de moretones.

Me llevé las manos a la boca, mi labios deseaba gritar para poder expulsar el dolor de mi corazón. Mis ojos se aguaron, mis piernas tiritaron y la bilis casi la podía palpar en la punta de la lengua.

Me acerqué con pesadez. Su cuerpo sólo subía y bajaba al compás de su respiración, llegué a su lado, y subí mi mano, tanteando. Toqué su hermoso cabello castaño, deslizando mis dedos por las sedosas hebras. Apreté mis labios para impedir un sollozo.

La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa? Los suspiros se escapan de su boca de fresa, que ha perdido el color —susurré entre pequeños espasmos un verso de los poemas que me leía de niña.

Sacudí mi cabeza, atónita. Si la perdía yo sabía que me perdería a mí misma por completo. Sentí una mirada atravesándome y recordé la presencia de Tobías en el cuarto. Mi cabeza volteó hasta donde él estaba, cohibido en un rincón del lugar. Me limpié las lágrimas que atropelladamente habían salido.

Un apresurado Tyler se incorporó a la ecuación. Su vestimenta era desaliñada, sus mechones lisos desordenados; su rostro mostraba aturdimiento, mientras que sus ojos clamaban por un descanso. Cuando me vio brincó hacia mí con los brazos abiertos. Había crecido a tal punto que ya era varios centímetros más alto que yo, no era más el chico que había dejado aquí hace ya tres meses.

«Cuantas cosas me perdía y cuantas cosas casi pierdo» Mi piel se puso de gallina.

Tyler se separó de mí, dándome un beso en la mejilla prolongado.

—Te extrañaba mucho, Em —comentó en voz susurrante.

—¿Cómo llegamos hasta aquí? —indagué, refiriéndome a muchas cosas.

Él comprendió, asintiendo con la mirada.

—Vamos afuera.

Mis ojos absorbieron por última vez a mamá que reposaba en esa horrorosa camilla. Acompañé hasta la salida a Ty, deteniéndome al acordarme a Tobías.

—Ven, acompáñanos —incliné mi cabeza hacia el pasillo.

Este llegó a mi lado, con los puños en sus bolsillos.

Conseguimos llegar a la cafetería, nos sentamos en una mesa apartada con Ty delante de mí y Tobías a mi lado izquierdo. Mi pierna derecha rebotaba bajo la mesa, mis nervios poseían un nivel elevado. La mesa estaba silenciosa, y obligué a mi garganta a hablar.




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