La lluvia golpea suavemente el techo oxidado, como una sinfonía improvisada por la melancolía. Cada gota sobre el metal parece marcar el paso del tiempo que ambos habían perdido.
Zane y Sienna siguen abrazados, sentados sobre una vieja colchoneta tirada en el suelo húmedo. Alrededor: cajas rotas, sogas colgando, una lámpara vencida. Pero entre ellos… solo paz.
Zane, con los ojos aún hinchados de tanto llorar, respira hondo. Sus brazos la rodean como si temiera que, si afloja, ella desaparezca. Sienna tiene la cabeza recostada en su hombro, acariciando su brazo, tocando con suavidad las runas grabadas en su piel. Runas que alguna vez la asustaron. Ahora… la protegen.
—No tienes idea de cuánto deseaba este abrazo —susurró Zane, con la voz baja y ronca—. Y al mismo tiempo… cuánto miedo tenía de que lo trajeras.
—¿Por qué? —preguntó Sienna con suavidad, rozando su piel al hablar.
Zane mira hacia el techo, tragando saliva. Una sonrisa leve curvó sus labios.
—Porque me conozco —dijo, con un tono que mezclaba ternura y culpa—. Y sé que, si me abrazas así… no voy a poder dejarte nunca más.
Sienna sonríe. No dice nada. Solo se inclina y le da un beso lento en la mejilla. Tierno. Íntimo. Real. Después, apoya la frente contra su sien.
—Igual prepárate —dijo Sienna, con un tono juguetón—, porque tengo una misión para ti.
Zane arquea una ceja, mirándola de reojo.
—¿Ah, sí? A ver, recluta Monroe… ¿cuál es la misión? —preguntó, frotándose las manos con fingida solemnidad.
Sienna soltó una pequeña risa, la primera en mucho tiempo.
—Este sábado es el cumpleaños de mi abuela. Vamos a hacer una fiesta en su mansión. Grande. Música. Comida. Gente con botox. Lo normal.
Zane levantó las cejas y rió con suavidad.
—¿Una fiesta con millonarios en una mansión? —bromeó—. Soy mitad demonio, pero hasta eso me da miedo.
—Puedes pelear contra monstruos del infierno, pero tiemblas ante canapés de salmón. Qué valiente —replicó ella, con ese tono entre dulce y desafiante que tanto lo desarmaba.
Zane sonríe. Pero baja la mirada un poco. La sombra de su inseguridad aún está ahí.
—¿No va a causar algo de revuelo que un “prole” como yo aparezca en una fiesta así? —dijo con una sonrisa triste, disfrazada de sarcasmo.
Sienna lo observó. No con lástima, sino con fuego en los ojos. Le dio un pequeño golpe en el brazo.
—No digas tonterías.
Zane fingió indignación y se sobó el lugar con una sonrisa torcida.
—¡Ey! Maltrato físico, anótalo, Dios —dijo, mirando al techo.
—No me interesa si usan trajes de diez mil dólares o si bajan en helicóptero —respondió Sienna, mirándolo directo a los ojos—. Tú vendrás conmigo. Y más te vale usar uno de esos trajes ajustados. Quiero ver al chico malo convertido en James Bond.
Zane se mordió el labio, sonriendo de costado.
—¿Así que traje, eh? —dijo, rascándose la barbilla.
Sienna se acercó despacio. Sus labios rozaron apenas los suyos.
—Negro. Camisa blanca. Y el cabello peinado hacia atrás —susurró.
Zane levantó una ceja.
—Eso ya suena como una fantasía.
Sienna sonrió, rozando su nariz con la de él.
—Tal vez lo sea.
Y se besan. Lento. Verdadero. Necesario. Un beso sin culpa, sin miedo. Solo ellos dos, encontrándose otra vez. Zane la abraza con fuerza. Como si, por fin, estuviera volviendo a su lugar. Siguen sentados en el suelo frío de una bodega rota. El caos aún los rodea. La oscuridad todavía vive cerca. Pero en el centro… Hay una luz. Pequeña. Cálida. Indestructible.
Esa misma tarde, Sienna estaba de pie frente a Alexander y Victoria Monroe, en lo que claramente parecía una especie de mini juicio familiar. Ambos estaban sentados en el sillón, cada uno con una taza de té, con la expresión típica de quienes saben que la conversación no sería breve.
—Zane tiene que ir —dijo Sienna, decidida—. La abuela lo invitó personalmente. ¡Quiere conocer al chico que vio a Dios en persona!
Alexander arqueó una ceja, apoyándose contra el respaldo.
—Sí, y también al chico que apareció en todos los noticieros con los ojos rojos y sangre en las manos —respondió con sarcasmo medido.
—Eso ya pasó —replicó Sienna sin ceder—. Él está mejor. Está limpio. Y además… ¡es el cumpleaños de la abuela! ¿De verdad vas a contradecirla? ¿A ella?
Victoria dio un sorbo a su té sin levantar la vista.
—Alex, cariño, no molestes —dijo con calma—. Y sí, hija, tu abuela lleva queriendo conocerlo desde antes de que todo esto estallara. Desde que le contaste que “ese chico raro” te miraba en el colegio. Estaba encantada.
Alexander giró la cabeza con cierta sorpresa.
—¿En serio? ¿Desde entonces?
Victoria lo miró de reojo.
—Dijo textualmente: “Una Monroe necesita a alguien con fuego. No esos niñitos tristes de Harvard.”
Alexander suspiró y se pasó una mano por la cara, resignado.
—Está bien… —dijo finalmente—. Pero ni una transformación demoníaca, ni una pelea celestial, ni una sola mesa rota.
Sienna cruzó los dedos y lo abrazó con una sonrisa triunfante.
—Te lo prometo. Gracias.
Victoria suspiró, dejando la taza sobre la mesa.
—Solo que se peine. Nada más pido.
Al mismo tiempo, en una de los locales de ropa elegante de la ciudad, Zane sale del probador con una remera de AC/DC rota y una cara de confusión existencial. Frente a él: Ethan, Ryan (tenso) y Jon, cada uno con su opinión y cero coordinación entre ellos. Zane sostenía un saco con la misma desconfianza con la que solía mirar un arma desconocida.
—¿De verdad esto es lo que usa la gente rica? —preguntó, frunciendo el ceño.
Ethan se llevó una mano a la cara, resignado.
—¿Alguna vez en tu vida usaste un traje?
Jon, intentando ayudar, respondió mientras revisaba los percheros.
—Sí, cuando lo bautizamos. Lloró toda la ceremonia… y después vomitó sobre el cura.