Hybrid - Fase 1

Capítulo 34 - La Primera Ola

El silencio en el Jardín del Edén no era normal. No era ausencia de sonido. Era algo más profundo, como si todo en ese lugar hubiera aprendido a guardar respeto por lo sagrado. No había viento, pero las hojas se movían suavemente. No había sol, pero todo brillaba con una luz cálida que parecía nacer desde el centro de cada pétalo, de cada raíz, de cada piedra.

Zane caminaba sin apuro, sin armas, sin armadura, vestido apenas con una túnica blanca de lino ligero que ondeaba levemente a cada paso. No llevaba las alas, ni el brillo de un guerrero celestial. Solo el peso de haber sobrevivido. De haber despertado. El pasto bajo sus pies destellaba con tonos esmeralda y azul profundo, como si su aura —ahora en paz, pero vibrante— acariciara cada rincón del Jardín con una reverencia implícita. A su alrededor, flores imposibles se abrían sin emitir fragancia, como si su presencia bastara para justificar la belleza. Los árboles tenían troncos que latían, dejando escapar una luz suave a través de la corteza, como si cada uno respirara un recuerdo olvidado por los siglos.

No sabía a dónde iba. No lo guiaba una voz. Era una sensación, un eco lejano que vibraba desde lo más profundo del alma, como si alguien lo estuviera esperando sin haberlo llamado. Doblando bajo un arco de piedra flotante cubierto por lirios dorados que danzaban en suspensión, lo vio.

En el centro del claro, de pie, sin armas, con las alas plegadas y la armadura brillante como si fuera parte de su piel debajo de la capa, estaba Gabriel. Su brillo era sereno. Su mirada, intacta.

Zane se detuvo de golpe. La visión le sacudió el pecho como un golpe silencioso. El aire se volvió denso. Su garganta se cerró. Y, sin pensarlo, cayó de rodillas sobre el pasto luminoso. No por devoción. Sino por culpa.

—Perdón… —dijo, con la voz rota—. Por matarte. Por herir a Laheem. Por dejar que el monstruo ganara… Por… por todo.

No podía levantar la mirada. Las lágrimas caían pesadas, silenciosas, hundiéndose en la tierra sagrada como si también buscaran redención. Sentía que su mera presencia mancillaba aquel lugar.

—No merezco estar aquí —murmuró Zane, apenas audible—. No merezco perdón.

Gabriel no respondió de inmediato. Lo observaba en silencio, sin juicio, con la serenidad de quien ya había atravesado su propia oscuridad. Sus ojos no contenían reproche, sino compasión. Con pasos tranquilos, se acercó. Se arrodilló a su lado. No pronunció plegarias ni invocaciones. Solo posó una mano firme sobre su hombro.

—Zane… —dijo, con una voz tan suave que casi parecía parte del viento.

Zane no se movió.

—No fuiste tú —continuó Gabriel—. Fuiste una herramienta en manos del mal. Un guerrero encadenado. Y sin ti… yo no estaría aquí. El despertar de tu Aura Dual liberó una energía tan poderosa que Padre pudo usarla para devolverme la vida.

Zane apretó los dientes. Sus manos temblaban. El peso que cargaba no era físico; era algo más profundo, más antiguo.

—¿Me perdonas? —susurró, con la voz quebrada.

Gabriel asintió sin dudar.

—Te perdoné antes de morir.

Zane alzó la vista. La sonrisa de Gabriel era real. Serena. No había rencor. No había drama. Solo verdad. Y, por primera vez en mucho tiempo, Zane pudo hacer algo que había olvidado: respirar sin dolor.

Gabriel lo miró con los mismos ojos que lo habían guiado en sus primeros combates, con la misma fe de aquel que nunca dejó de creer. No había sombra alguna de odio, solo una comprensión tan profunda que rozaba lo divino. Y entonces, sin saber quién se movió primero, se abrazaron.

Fue un abrazo largo, firme, necesario. El de un hermano que vuelve del exilio, el de un maestro que recibe de nuevo a su discípulo. Gabriel lo sostuvo con fuerza, no por deber, sino por amor.

A su alrededor, el Edén respondía. Flores nuevas crecían a sus pies, abriéndose en espirales de colores imposibles. Una luz descendió desde el cielo abierto, no blanca, sino dorada, cálida, como una caricia que venía desde el origen mismo de la creación. Y aunque nadie lo dijera, aunque nadie lo señalara, algo en el aire cambió: un lazo roto se reparaba.

Minutos después, la puerta del Salón de las Virtudes se abrió como un suspiro contenido. Y allí estaba Gabriel. Vivo. Radiante. Con la misma armadura que tantos habían aprendido a reconocer… pero con el rostro bañado de emoción, de reencuentro, de algo casi humano. Detrás de él, la luz del cielo dibujaba su silueta como si fuera una visión.

Mera fue la primera en reaccionar.

—¡Papá! —gritó, y su voz quebró el aire del salón.

Corrió. No voló. Corrió como una niña que había esperado toda una eternidad. Gabriel apenas tuvo tiempo de abrir los brazos antes de que ella se arrojara contra su pecho. La rodeó con fuerza, cerrando los ojos mientras las lágrimas descendían sin resistencia.

—Estás vivo… —balbuceó ella, tocándole el rostro entre sollozos—. ¡Estás vivo!

Gabriel sonrió, con la voz temblorosa.

—No tienes idea de cuánto deseaba volver a verte —susurró, acariciándole el cabello.

Segundos después, entre los pilares de luz del salón, apareció su esposa: una Virtud de cabellera dorada y ojos celestes como la aurora. Valeera era su nombre. Apenas lo vio, el rostro se le deshizo en emoción pura. No dijo una palabra. Corrió hacia él. Gabriel la recibió entre sus brazos, y ella lo besó con la desesperación de quien besa la vida misma, como si temiera que el contacto se deshiciera en humo.

La risa entrecortada de Mera llenó la sala, cálida, luminosa. Pero Laheem no se movió. De pie, al fondo, observaba la escena con los puños cerrados, los ojos brillando por dentro, el alma hecha añicos. Gabriel lo vio. Se separó lentamente de su esposa y extendió una mano hacia él.

—Hijo… —dijo, con voz solemne.

Laheem dio un paso. Luego otro. Hasta quedar frente a él. Y, sin decir nada, lo abrazó. Fuerte. Tenso. Casi con miedo. Pero las lágrimas que corrían por su rostro no eran de alivio. Eran de algo más oscuro.




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