La zona industrial de Seabreeze, ahora es un páramo en ruinas. Un rincón olvidado por el mundo. Tan corrompido que ni los demonios quisieron quedarse demasiado tiempo. Hierros oxidados cuelgan del techo como garras. El concreto se desmorona como si fuera papel viejo. La humedad huele a moho, sangre seca y desesperación. Runas demoníacas brillan en rojo vivo sobre todas las paredes. Algunas laten, como si respiraran. Otras exhalan vapor negro.
En el centro de la sala principal hay una silla metálica envuelta con una cadena de alma demoníaca trenzada con hierro. El suelo, a sus pies, está cubierto de símbolos rituales.
Sienna está atada. La ropa rasgada. El cabello húmedo de sudor. Los ojos abiertos, sin lágrimas, porque ya no le quedan. Su pecho sube y baja como si el corazón corriera una maratón.
Frente a ella está el Zane Demonio. Torso desnudo. Los tatuajes del Infierno se mueven sobre su piel como lenguas vivas. Sus ojos… dos brasas encendidas. Su sonrisa… una daga de placer retorcido. Camina descalzo. Tranquilo. Despiadado.
—Sabes que no hay nadie como yo… ni arriba… ni abajo —murmura Zane Demonio, acercándose, con voz baja y provocadora.
Camina en círculos a su alrededor, como un depredador curioso. Luego se inclina… y pasa lentamente la lengua por su mejilla.
Sienna jadea y le escupe con asco.
—¡Monstruo!
Zane Demonio la toma del mentón y aprieta hasta que cruje.
—Gracias por el cumplido. A mí… me gusta lo violento.
El golpe que le da después retumba como una explosión en el concreto. Ella gira en la silla. Grita. Llora. Intenta patearlo. Lo muerde. Se revuelve como puede.
Zane Demonio la toma del cuello con firmeza, acercando su rostro hasta quedar a milímetros del de ella.
—Voy a convertirte en algo eterno… mi reina infernal. Mi súcubo favorita…
La besa. Forzado. Brutal. Una invasión de su ser con la lengua bífida y ardiente. Sienna aprieta los ojos con fuerza, intentando desaparecer mentalmente. Intentando pensar en el chico que dibujó su retrato en la clase de arte, en el que compartió su paraguas… en el verdadero.
Zane Demonio le susurra al oído, con un tono de triunfo cruel:
—Y lo mejor es… que cuando todo esto acabe… él no podrá mirarte sin recordar que fui yo quien te probó primero.
Mientras tanto, sobre el cielo de la ciudad, un grupo avanza a gran velocidad, rompiendo la bruma nocturna. Zane Ángel, Gabriel, Michael, Metatrón, Belial y los chicos, suspendidos en el aire gracias a auras de luz creadas por los ángeles, se desplazan como flechas luminosas. El viento golpea con fuerza. Nadie habla. Cada uno lleva la furia acumulada como una bomba a punto de estallar.
Gabriel murmura, casi para sí:
—Si la tocó… está muerto.
Michael aprieta la empuñadura de su arma, con el rostro endurecido.
—Ya lo está —dice con firmeza.
Zane Ángel baja la mirada, su voz convertida en un susurro helado:
—Lo que venga después… no será justicia. Será algo peor.
La fábrica aparece a lo lejos: un punto rojo que late como un corazón profano. Un templo de perversión… a punto de convertirse en una tumba.
Al mismo tiempo, en el nivel subterráneo del complejo, reina la oscuridad absoluta. Solo hay luz de velas negras. Runas que brillan como si sangraran. Goteras que caen con el ritmo sádico de un metrónomo. Cuerpos mutilados de civiles, demonios y celestiales por igual. Todo luce contaminado, sucio, inhumano.
Sienna continúa encadenada a la vieja silla de hierro corroído. Las cadenas del alma vibran suavemente, como si extrajeran su espíritu sin pausa. Tiene moretones en las muñecas. El rostro manchado de polvo, sangre seca… y lágrimas que ya no pueden caer. No tiene fuerzas para gritar.
Zane Demonio, el reflejo distorsionado del amor que conoció, camina a su alrededor. Lento. Teatral. Su torso desnudo está cubierto de tatuajes vivos que se retuercen con cada emoción. En la mano sostiene una copa de cristal negro, llena de un vino rojo como sangre fresca.
Zane Demonio se inclina hacia ella, su voz suave, casi melódica:
—Imagínalo, Sienna… Un mundo solo nuestro. Sin reglas. Sin consecuencias. Sin moral. Solo… placer.
Se agacha frente a ella y le acaricia la mejilla con una uña. Ella se aparta como puede.
—Tú no eres él —jadea Sienna, sin miedo en los ojos.
Zane Demonio sonríe como un depredador.
—No. Soy mejor.
Se incorpora y comienza a caminar en círculos, como un actor en el escenario. Su voz se vuelve burlona.
—Querías que habláramos, ¿no? Que conectáramos… como cuando me decías esas tonterías en los pasillos de Brighton. “Zane, háblame… Zane, confío en ti…”
Se ríe. Bebe un sorbo de la copa. Una gota le resbala por el mentón.
—Maté a tres arcángeles fuera de cámara —enumera con los dedos—. Uno rezaba. Otro dormía. Al último le mentí… le dije que lo perdonaba. Después le abrí el pecho con los dientes. Hice rituales en Varsovia, Rosario, Katmandú… ahora todos huelen igual. A carbón hecho de huesos humanos.
Semanas atrás, en Donetsk, Ucrania.
Una sala de oración. Un arcángel de barba corta y alas doradas está de rodillas, con los ojos cerrados, golpeado y ensangrentado. Sus labios murmuran salmos.
Zane lo atraviesa con una lanza negra por la espalda. La oración se detiene. La sangre salpica los vitrales.
No dice nada. Zane tampoco. No hace falta.
En Dublin, Irlanda.
Una nube suspendida sobre un valle. Un ángel duerme acurrucado entre troncos de árboles.
Zane lo observa desde arriba, camina con calma, se sienta a su lado… y lo estrangula con su propia sábana.
En Albuquerque, Nuevo México.
Un campo devastado. Un ángel herido se arrastra, suplicando con la mirada. Zane se acerca con los brazos abiertos.
—Te perdono —dice, imitando una voz humana.
El ángel, llorando, sonríe. Zane también sonríe. Y le muerde el pecho. Le abre la caja torácica con los dientes… y se ríe.