Zane seguía inconsciente. Inmóvil. Frío.
Su cuerpo, aún envuelto en un campo de energía celestial, no respondía. La luz que lo rodeaba titilaba con lentitud, como si dudara entre sostenerse o extinguirse. Las heridas abiertas en su pecho y abdomen continuaban sangrando, despacio pero con una terquedad cruel, ajenas a cualquier intento de intervención divina. Cada segundo que pasaba hacía que el silencio de la sala se volviera más pesado, más opresivo, como si el tiempo mismo temiera avanzar.
Zacarías permanecía de pie junto a la camilla, respirando con dificultad. Su rostro, normalmente sereno e impenetrable, estaba cubierto de sudor. Sus manos temblaban por el esfuerzo prolongado. Finalmente, se giró hacia los presentes, y en su voz se mezclaron el agotamiento y una resignación dolorosa.
—Nada… —dijo, con el dolor contenido—. Las heridas provocadas por Lucifer Omega no sanan con métodos tradicionales. Mi energía divina, por sí sola… y la de los demás curadores… no es suficiente.
La sala se sumergió en un silencio absoluto. No era un silencio vacío, sino uno cargado de desesperanza. Nadie se atrevía a moverse. Ni siquiera a respirar con normalidad. Hasta que Zadkiel dio un paso al frente.
—Toma la mía —dijo, sin vacilar—. Toda mi energía vital. Si él puede vivir… yo ya he vivido lo suficiente.
Ajatar giró hacia él de inmediato. Sus ojos ardían, vibrando entre el miedo y una furia nacida del amor.
—No —negó con fuerza, sacudiendo la cabeza—. No vas a dejarme sola otra vez. No se te ocurra.
Gabriel observaba la escena en silencio. Su mirada pasó de Ajatar a Zadkiel, luego se elevó hacia Dios… y finalmente regresó a Zane. Sus hombros se tensaron. Dio un paso al frente, con determinación absoluta.
—Yo fui traído de regreso —dijo, con convicción—. Puedo ser devuelto. Absorban mi esencia en él. Si alguien debe pagar el precio… que sea yo.
Michael bajó la mirada, incapaz de sostener la escena por más tiempo. Sus palabras salieron apenas en un susurro quebrado.
—No otra pérdida… —murmuró—. No hoy…
Las voces se superponían. Los argumentos chocaban unos contra otros. Las emociones se desbordaban sin control. Todos querían salvarlo. Todos estaban dispuestos a ofrecer algo de sí mismos. Y aun así, ninguno encontraba la respuesta.
Dios guardaba silencio. Sus ojos lo observaban todo, pero sus labios no pronunciaban palabra alguna. A su lado, Jesús parecía comprenderlo antes que nadie: algo faltaba. No poder. No sacrificio. Algo más profundo.
Entonces, como una chispa en medio de la noche más cerrada, una voz se alzó.
Una sola.
Humana.
Pero más poderosa que todas juntas.
—¿Me dejan intentarlo…? —preguntó Sienna, con timidez.
Su voz atravesó la sala como una flecha de luz. Todas las miradas se giraron hacia ella. La discusión se evaporó al instante. El aire quedó suspendido.
Zacarías arqueó una ceja, dubitativo.
—No creo que…
Sienna lo interrumpió, clavándole la mirada con una determinación ardiente.
—Por favor —suplicó—. No soy una arcángel. Ni una diosa. Pero soy… lo único que él nunca perdió. Soy su motivo.
Un silencio reverente se extendió por la sala. Dios asintió, sin decir palabra. Gabriel cerró los ojos. Zadkiel y Ajatar retrocedieron un paso, dándole espacio. Nadie discutió. Nadie se opuso.
Sienna avanzó despacio, como si cada paso hacia Zane pesara mil mundos. Se sentó junto a la camilla flotante. Tomó su mano con ambas, la acarició con cuidado, como si pudiera romperse. La apretó. La besó con suavidad.
Y entonces habló.
—Zane… —susurró, con la voz temblorosa pero firme—. Zane, mi amor… no me hagas esto. Ya me prometiste que ibas a volver. Ya me dijiste que querías una vida conmigo. No puedes dejarme ahora. No después de todo lo que vivimos. No después de haberte visto derrotar al mismísimo Lucifer… por todos nosotros.
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas. No intentó detenerlas. No importaba. Nada importaba más que él.
—Yo te amo —continuó, quebrándose, pero sin perder fuerza—. Te amo más de lo que pensé que se podía amar a alguien. Te amo con cada parte de mi alma. Y sé que tú también me amás. Así que despierta… porque no pienso seguir en este mundo sin tí.
Lo miró como si su corazón estuviera completamente expuesto.
—Despierta —dijo, sollozando, alzando la voz—. Despierta porque todavía no nos casamos. Despierta porque… porque quiero ser la madre de tus hijos, demonios!
Una emoción pura se expandió por la sala. No era magia. No era energía divina. Era humana. Y, aun así, ardía con la intensidad de una supernova.
Zadkiel cerró los ojos, las lágrimas recorriéndole el rostro sin resistencia. Su voz apenas fue un susurro quebrado.
—No existe fuerza como esta…
Ajatar sonrió, limpiándose una lágrima que no intentó ocultar. Su expresión mezclaba orgullo y asombro.
—La muchacha tiene un coraje extraordinario…
Jon, fiel a su naturaleza, intentó contener la emoción con humor. Se pasó el dorso de la mano por el borde del ojo y frunció los labios.
—Mi hijo siempre fue un conquistador… y algo habré tenido que ver.
Liz, con una mano apoyada en el pecho, exhaló despacio y dejó escapar una risa temblorosa mientras lo abrazaba.
—Dios… alguien debería darle un premio a esta chica…
Gabriel, visiblemente conmovido como pocas veces, aplaudió con lentitud, casi en reverencia.
—Ninguna espada vale más que esas palabras…
Y entonces, por primera vez desde que subieron, Dios habló. No levantó la voz. No fue un mandato. Fue un susurro. Pero ese susurro resonó en cada rincón del Reino.
—El amor… el verdadero amor… es más fuerte que cualquier energía celestial.
Y entonces… algo comenzó a cambiar.
El campo de energía que envolvía a Zane reaccionó. Primero, un leve temblor. Luego, un movimiento casi imperceptible. Sus dedos se contrajeron apenas, lo justo para que Sienna contuviera el aliento, como si el mundo entero dependiera de ese gesto mínimo. La luz sobre su pecho volvió a pulsar… una vez. Luego otra. Y otra más. Como el tambor persistente de un corazón que se niega a olvidar cómo latir.