Antes de que el tiempo tuviera nombre, antes de que la primera estrella se encendiera, antes de que el hombre caminara por la Tierra, hubo una guerra que sacudió los cimientos de toda existencia.
En las alturas infinitas del cosmos, existe un reino más allá de la comprensión humana. Un trono de oro puro flota en un mar de nubes vivientes. Los cánticos angelicales resuenan en el aire como sinfonías eternas, y la luz —no una luz común, sino una que acaricia el alma— lo envuelve todo con paz. Desde ese trono, Zadkiel, el arcángel del juicio y uno de los primeros hijos de Dios, contemplaba la vastedad del universo. Sus ojos, forjados en la sabiduría de mil eras, veían más allá del tiempo. Su presencia era ley y equilibrio. Pero incluso el guardián más firme… puede tambalear.
En las profundidades del abismo, bajo cielos cubiertos de sangre y fuego, el Infierno bullía con desesperación y odio. Las almas condenadas gritaban sin fin. Entre las sombras danzantes, envuelta en un aura de tentación y nobleza caótica, caminaba Ajatar. Una súcubo de linaje antiguo, hija del caos, adorada por demonios y temida por los suyos. Y sin embargo… vacía.
En los bordes del Todo, donde el Cielo y el Infierno jamás deberían tocarse, ocurrió un accidente. Un fenómeno imposible: El Velo del Equilibrio, una grieta dimensional que desafiaba las leyes de ambas realidades. Allí, como atraídos por una fuerza mayor que ellos mismos, Zadkiel y Ajatar se encontraron. Dos enemigos naturales. Dos polos opuestos. Dos almas… que se reconocieron.
Zadkiel caminaba con el ceño fruncido, su voz resonando como un trueno contenido:
—No deberíamos estar aquí —murmuró, grave, cada palabra impregnada de un peso celestial.
A su lado, Ajatar esbozó una sonrisa tenue, casi melancólica. Sin apartar la vista del horizonte, respondió con suavidad.
—Entonces no mires atrás. Ya cruzamos la línea.
Lo que comenzó como vigilancia mutua se transformó en conversación. La conversación en cercanía. La cercanía… en amor. Contra todo mandato, desafiando las escrituras sagradas y los pactos infernales, sus almas se entrelazaron. De esa unión nació algo que jamás debió existir. Una chispa. Una esfera de energía palpitante. El alma del Híbrido. Ni completamente celestial, ni completamente demoníaco. Una entidad que contenía lo mejor y lo peor de ambos mundos. Poder absoluto… o destrucción garantizada. Una nueva profecía nació al mismo tiempo que él.
En el Cielo, Gabriel y Michael, dos de los mejores guerreros que el Cielo pudo dar, descubrieron las tablillas antiguas. Grabadas en piedra con fuego celestial, las palabras no dejaban lugar a dudas. En el Infierno, Lucifer descifró antiguos pergaminos oscuros. Lo que leyó… encendió su furia. "Aquel que nazca de luz y abismo, tendrá el poder de redimir o condenar. El equilibrio lo seguirá. El juicio lo perseguirá. Y el universo… le temerá."
La voz de Lucifer estalló con una furia tan abrumadora que los pilares a su alrededor se resquebrajaron y cayeron en pedazos, haciendo temblar todo el Infierno.
—¡No tendrá elección! —rugió, con un eco que parecía desgarrar el aire mismo—. ¡Será mío… o será polvo!
Ajatar había sido traicionada. Encadenada por los suyos, arrastrada como una bestia indigna a través de los corredores ardientes del Infierno, fue puesta de rodillas ante él. Lucifer la observó desde su trono, con una mezcla de desprecio y furia contenida, como si cada respiración de ella fuera una ofensa. Para él, su mayor pecado no había sido el amor… sino atreverse a concebir, en secreto, a Azrael. El híbrido. El error celestial que nunca debió nacer.
Lucifer la observaba desde el trono infernal, su mirada incendiada por el desprecio.
—Traicionaste a tu especie —escupió con una calma cargada de veneno.
Ajatar bajó la vista apenas, su voz saliendo en un susurro firme, casi como una confesión.
—Elegí el amor.
Y Lucifer la condenó a la destrucción. Sin juicio. Sin palabras. Solo con su sentencia fría y absoluta. Cuando Zadkiel lo supo, algo dentro de él se quebró. Descendió hasta el trono de Dios con el alma hecha trizas. Se arrodilló. No como un arcángel, sino como un hombre roto. Y en ese silencio cargado, suplicó. No por justicia. Por misericordia.
Zadkiel mantuvo la mirada fija en el suelo, sus manos cerradas en puños, la voz quebrada entre culpa y determinación.
—No por mí… —murmuró, apenas audible—. No por ella… Por él. Por mi hijo.
Dios lo escuchó. Desde lo alto, con la inmensidad de los cielos contenida en su mirada, observó al arcángel quebrado ante Él. No dijo palabra al principio. Solo dejó que el silencio hablara por ambos. Fue solemne. Fue compasivo. Y aunque no ofreció perdón, pues las reglas habían sido rotas… sí ofreció protección. Un escudo invisible. Un susurro sagrado. Una promesa sellada en silencio.
Dios se acercó en silencio, posando una mano firme y serena sobre el hombro de Zadkiel.
Con una voz profunda, cargada de paciencia y certeza, dijo.
—Tu hijo no será juzgado… aún.
Y así, el alma del Híbrido fue sellada en un cuerpo humano, en una consciencia que todavía no conoce la vida, pero que pronto lo hará. Una consciencia dormida. Silenciosa. Esperando su momento. El tiempo siguió su curso. Las estrellas nacieron y murieron. Los imperios celestiales se alzaron y cayeron. El Cielo y el Infierno olvidaron, casi por completo, que el alma de Azrael seguía latente. Hasta que un día… millones de años más tarde, en un rincón modesto de la Tierra… ocurrió el milagro.
Era una tarde tibia en un barrio suburbano de Utah. Las hojas bailaban en el viento de otoño, y la gente seguía su rutina sin saber que el universo acababa de girar un poco diferente. Jonathan y Elizabeth Draven caminaban por los pasillos del centro médico con las manos entrelazadas. Liz llevaba semanas sintiéndose rara: náuseas, sensibilidad, insomnio. Pero ambos sabían que no podía ser… No podía ser.