La lluvia cae como un susurro persistente sobre el asfalto. Las hojas de los árboles tiemblan con cada gota. El cielo está encapotado. No hay rayos, ni truenos. Solo una melancolía constante. Zane se apoya contra el poste bajo el techo de la parada, la capucha de su campera cubriéndole parte del rostro. Tiene los auriculares puestos, pero la música está pausada. Solo escucha su respiración y la lluvia. Del otro lado de la calle… aparece Sienna. Lleva su mochila sobre un hombro y un paraguas rojo, decorado con dibujos de cerezas apenas visibles. Cruza apurada, esquivando los charcos, hasta que se detiene junto a él. Zane la ve de reojo, algo tenso.
Silencio.
Ambos esperan. A veces miran hacia la calle. A veces al cielo. No se dicen nada. Pero entonces, Sienna nota que Zane no tiene paraguas. Y sin decir palabra, se le acerca… y extiende el suyo. Zane parpadea. La mira.
Tomó el paraguas con la mirada baja, su voz saliendo apenas por encima de un susurro.
—Gracias…
Ella asiente. No habla. Solo se acomoda para que ambos entren bajo la pequeña sombrilla, sus hombros apenas rozándose. Empiezan a caminar. La vereda está casi vacía. Nadie espera el bus; parece que el destino los dejó solos. A mitad de cuadra, Sienna nota algo en el brazo de Zane. Una cicatriz, fina pero profunda, en su antebrazo izquierdo. Él tenía la manga levemente remangada, sin darse cuenta.
Sienna se detiene, le pone la mano suavemente en el brazo para que no siga caminando.
Sienna lo miró con ojos atentos, la voz saliéndole suave, como si temiera romper algo con solo hablar.
—¿Y eso?
Zane baja la vista. Se queda en silencio unos segundos. No se escapa. No miente. Pero tampoco responde enseguida. Finalmente, y con los ojos en el suelo, su voz salió casi sin aire, áspera y contenida.
—No es de una pelea. Si eso piensas… —hizo una pausa breve, tragando saliva—. Es de cuando me cansé… de todo.
El paraguas queda inmóvil entre ellos. El mundo sigue lloviendo alrededor, pero por un momento, es como si todo el ruido se apagara. Sienna lo observa con una mezcla de compasión y respeto. No dice "lo siento". No lo abraza. Solo le toma la mano. Firme. Honesta. Caminaron el resto del camino sin decir una palabra más. Pero después de eso, ninguno volvió a sentirse solo.
El cielo está despejado tras la lluvia. Zane y Sienna caminan en silencio bajo el paraguas hasta llegar al enorme portón de su casa. La mansión Monroe se alza imponente, iluminada sutilmente por faroles de jardín y una fuente central que burbujea con elegancia.
Zane observó la enorme fachada con las manos en los bolsillos, mirando de un lado a otro con cierta incomodidad.
—Tu casa… parece salida de una película —comentó, soltando el aire por la nariz.
Sienna se encogió de hombros con naturalidad, sin rastro de soberbia en su voz.
—Es grande, sí… pero muchas veces, también se siente vacía.
Zane asiente. Sabe lo que quiere decir, aunque venga de mundos distintos. Ella se gira, lo mira a los ojos. Hay un momento de silencio, pero no es incómodo. Es cálido.
—Gracias por caminar conmigo —dijo en voz baja—. Y si alguna vez necesitas hablar… lo que sea… yo estaré ahí.
Le da un beso en la mejilla. Zane se queda quieto un segundo, como si el tiempo se congelara. Ella abre el portón con el control y entra sin mirar atrás, aunque su sonrisa permanece. Zane la observa un instante más… luego se da vuelta y se va, con la lluvia ya convertida en neblina.
Más tarde, Zane entra a su casa silbando bajito, con una leve sonrisa que intenta disimular. Se sacude la campera, la cuelga en el perchero y avanza hacia la cocina. Jon lo espera ahí, tomando un café.
—¿Y ese silbido, Romeo? —preguntó con media sonrisa—. ¿Conociste a la Julieta del barrio?
Zane se ríe entre dientes mientras se sirve un vaso de jugo.
—No sé de qué hablas…
Jon alzó las cejas con expresión divertida, dejando el diario a un lado.
—Claro que no —comentó con tono burlón—. Pero por si acaso, guarda ese tono de voz para las citas, no para las partidas en línea.
Zane no pudo evitar que la sonrisa se le marcara un poco más mientras se acercaba a la cocina.
—Demasiado tarde… tengo a Ethan y sus amigos esperándome para jugar.
Sube las escaleras de dos en dos, dejando una estela de energía juvenil. Jon lo mira irse, niega con la cabeza con ternura y susurra.
—Ese chico… cada día crece más.
Desde la habitación se escuchan risas y gritos de juego. Hace años que Zane no lograba jugar ningún juego en línea con amigos de verdad. La voz de Ethan resonó fuerte por los auriculares, cargada de adrenalina.
—¡VAMOS ZANE, RUSHEA CONMIGO, ANIMAL!
Zane no pudo evitar reírse mientras ajustaba el mouse, los ojos fijos en la pantalla.
—¡Ya voy, ya voy! —respondió entre risas—. Espérame a que recargue la Spectre.
Días después, en la clase de arte, el aula huele a témpera, papel mojado y marcadores. La profesora Carson pasea entre los alumnos, comentando sobre sombras, volumen y perspectiva. El murmullo suave de los lápices sobre el papel es lo único que llena el ambiente. Excepto en una esquina.
Zane está sentado con el mentón apoyado en una mano, el lápiz girando entre sus dedos. Su hoja está casi vacía, salvo por unas líneas cruzadas que no tienen sentido. Odia el arte. Lo aburre. Lo agobia. Pero sobre todo, no entiende por qué tendría que “expresar sus emociones en papel”. Ya lidia bastante con ellas en su cabeza.
Desde el fondo del aula, la voz de la profesora Carson resonó con entusiasmo.
—¡Recuerden que no tienen que ser perfectos! ¡Solo sinceros!
Zane, apoyado sobre la mesa con el lápiz girando entre los dedos, reviró los ojos con un gesto casi automático. Murmuró por lo bajo, más para sí mismo que para alguien más.
—Genial. Sincero sería dibujar una cama y dormirme.
Pero algo lo impulsa a mover el lápiz. Sin pensarlo. Sin esfuerzo. Como si la mano tuviera memoria propia. Primero, una línea curva… luego otra. Un mechón mojado. Unas pestañas largas. Una expresión tranquila, como un suspiro que no termina de salir. Y sin darse cuenta… ya tiene media hoja ocupada.