Hybrid - Fase 1 [en EdiciÓn]

Capítulo 4 - El Umbral de la Verdad

El viento del océano rugía como si también estuviera en guerra consigo mismo. Las olas golpeaban con furia los acantilados, estrellándose una y otra vez contra la roca, como si intentaran quebrarla por pura insistencia. El cielo, teñido de un gris plomo inmóvil, cubría la costa como una lápida suspendida.

Zane caminaba solo. Los cordones de sus zapatillas colgaban desatados, arrastrándose sobre la arena húmeda. Las manos enterradas en los bolsillos de su buzo, la mirada baja, clavada en la tierra como si allí pudiera encontrar respuestas. Pateaba piedras. Una tras otra. No por aburrimiento. Por frustración. Por rabia. Por miedo. Sus pensamientos eran un torbellino oscuro que le apretaba el pecho.

¿Quién demonios soy…? —pensó, los ojos clavados en el suelo—. ¿Por qué me pasa todo esto…? ¿Y si me convierto en algo que no quiero ser…?

Entonces, lo sintió. No lo escuchó. Lo sintió. Una presencia. Firme. Silenciosa. Inconfundible.
—Zane.

La voz grave de Gabriel se impuso, rompiendo el silencio como si ya no le dejara opción de ignorarla.

No se giró. Ni siquiera pestañeó.

—No puedes seguir huyendo de lo que eres —repitió Gabriel, esta vez con un tono más firme, más claro.

Gabriel. El arcángel. El mentor. El recuerdo de un pasado que Zane no quería tener.

Zane soltó una risa seca, cargada de rabia, mirando el horizonte sin verlo realmente.

—¿Y qué se supone que soy, eh? —gruñó, la voz raspando—. ¿Un experimento celestial? ¿Una bomba con piernas?

Gabriel se mantuvo donde estaba, de pie entre las piedras, su silueta recortada contra el cielo encapotado.

—No —respondió con calma, pero con un tono inquebrantable, que no admitía vuelta atrás—. Eres un punto de equilibrio. Un alma forjada por el amor… y el caos. Y el destino no esperará a que estés listo.

Zane se giró bruscamente, los puños cerrados. Por un instante, fugaz pero irrefutable, sus ojos brillaron en dorado. Él no lo notó. Pero Gabriel sí.

—¡DÉJAME EN PAZ! —gritó Zane, con la voz rota entre furia y desesperación—. ¡No quiero esto! ¡No quiero ser parte de esta “guerra”! ¡No quiero ser un ángel! ¡Ni un demonio! ¡Solo quiero ser… yo!

Gabriel bajó los ojos. Hubiese querido evitar esto. Pero ya no podía hablarle como un tío. Tenía que entrenarlo como un soldado. Como un Híbrido.

—Entonces… voy a mostrarte lo que realmente eres.

Levantó una mano al cielo. El viento se detuvo. Las nubes se abrieron con violencia, como cortadas por una espada invisible. Un círculo de runas doradas apareció en el aire, suspendido a metros sobre la cabeza de Zane. El mar se congeló por un segundo, como si el tiempo se hubiera paralizado.

Zane retrocedió, los ojos muy abiertos, la respiración agitada.

—¿Qué haces? ¡Detente! —gritó, el pánico mezclándose con la ira.

Gabriel lo miró, y sus ojos ahora brillaban como estrellas. La voz le salió firme, inevitable, como un juicio:

—Si no lo aceptas por las buenas… lo vivirás en carne propia.

La arena comenzó a temblar. De entre las dunas surgieron figuras negras, deformes, musculosas. Tenían espinas por la espalda, garras de hueso, y ojos brillantes como carbones encendidos. Los Karzeths. Monstruos nacidos del odio puro. Cazadores de soldados celestiales. Creaciones prohibidas. Zane retrocedió otro paso. Su corazón latía como un tambor de guerra.

—¿Esto es una broma…? —murmuró, los ojos clavados en los monstruos.

Uno de los Karzeths saltó sobre él. Zane lo esquivó con un reflejo inhumano, girando sobre sí mismo con una agilidad que no recordaba tener. Otro le lanzó un zarpazo con garras óseas; Zane lo bloqueó con el antebrazo y lo lanzó contra un tronco con una fuerza imposible. Los movimientos salían solos. Instintivos. Como si su cuerpo supiera lo que su mente no quería aceptar. Pero su rostro decía otra cosa: miedo. Negación. Dolor.

—¡NO QUIERO ESTO! —gritó Zane, los ojos húmedos, la voz quebrada.

Tres Karzeths lo derribaron de golpe. Cayó de espaldas, jadeando. Las criaturas lo golpeaban, le rasgaban la ropa, lo rodeaban como hienas en círculo. Y entonces, no gritó por dolor. Gritó por rabia. Por la furia de sentirse roto.

—¡¡¡BASTAAAAAAAAA!!! —rugió con una voz que no era solo suya.

Una onda explosiva de energía estalló desde su pecho. Un lado dorado. El otro, rojo encendido. Los Karzeths se desintegraron en humo al instante. El mar retrocedió decenas de metros. Las nubes se disiparon. El aire tembló. Zane cayó de rodillas, la respiración entrecortada. Sus ojos brillaban en dos tonos. Su aura chispeaba, crepitando entre la luz celestial… y la sombra demoníaca. Gabriel lo observó con la boca entreabierta. Sus palabras salieron en un susurro apenas audible.
—El poder… es más fuerte de lo que imaginaba.

Zane lo miró desde el suelo. Y esa mirada no era la de un guerrero. Era la de un chico. Con miedo. Con odio. Con dudas.

—¿Qué me estás haciendo…? —jadeó, con la voz rota, mirando a Gabriel como si esperara una respuesta imposible.

Gabriel cerró los ojos por un instante. Y cuando los abrió, lo hizo con la firmeza de un general.
—Lo que hace falta… para que sobrevivas a lo que viene.

Zane aún jadeaba, arrodillado sobre la arena destruida. La energía que había estallado desde su pecho se disipaba lentamente en el aire, como si el mundo entero contuviera la respiración. Su ropa estaba desgarrada. Su cuerpo, intacto… pero su mente, al borde del colapso. Se levantó de golpe. La arena tembló bajo sus pies. Sus ojos todavía brillaban. Giró hacia Gabriel, con la furia de quien no quiere entender porque entenderlo sería aceptar que todo cambió.

—¿"Lo que viene"? —escupió Zane, la voz quebrada de tanto aguantar—. ¿Qué demonios es lo que viene?

Gabriel abrió la boca, pero no alcanzó a hablar. Zane se le acercó un paso más, a pocos centímetros.

—¿¡Eh!? —continuó, sin esperar respuesta—. ¿¡Qué mierda son esos bichos que me lanzaste encima!? ¡¿Qué carajos eran, Gabriel!? ¡No sé cómo los vencí! ¡No sé qué hice! ¡Y no quiero averiguarlo!




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