Hybrid - Fase 1 [en EdiciÓn]

Capítulo 15 - El Banquete de los Caídos

Las puertas del Gran Hall Infernal se abrieron como si el mismísimo abismo respirara. Un rugido grave, cavernoso, se expandió por las paredes de obsidiana. Las llamas eternas se elevaron como en un aplauso furioso. Y a través de la pasarela central, Baphomet avanzó.

No caminaba. Pisoteaba. A cada paso, el suelo crujía bajo sus pezuñas negras. Su forma demoníaca —colosal, cubierta de pelaje oscuro, runas rojas grabadas en su piel y cuernos que rozaban el techo abovedado— dominaba el espacio como una tormenta viva.

Bufaba. Rugía. Se golpeaba el pecho con los puños como un dios primitivo.

Y en su mano derecha, sostenía un pequeño orbe de cristal sangriento. Dentro, la sangre del Híbrido. El fluido sagrado de Azrael. El inicio del fin.

Al final del corredor, lo esperaban. De pie, con la calma de quienes no necesitaban rugir para ser temidos:

Mammon, impecable en su traje oscuro y anillos de oro macizo, con una sonrisa que olía a codicia. Astaroth, en su forma humana, cruzada de brazos, con ojos que analizaban cada movimiento como un depredador aburrido. Belial, apoyado contra una columna con expresión de fastidio y la campera aún a medio cerrar. Legión, múltiples voces en un solo cuerpo, girando un anillo en el dedo con un gesto que no dejaba ver emoción alguna.

Y detrás de ellos… Lucifer.

Traje gris carbón. Camisa negra. Ojos como cuchillas. Y una presencia que aplastaba el alma sin necesidad de elevar la voz.

Baphomet se detuvo. Rugió una última vez. Y entonces, su cuerpo comenzó a cambiar. El pelaje desapareció como humo. Las garras se encogieron. Las runas se desvanecieron, y volvió a su forma de "guardaespaldas infernal". Se arrodilló ante Lucifer sin dudar, extendiendo el orbe con ambas manos.

—Mi Señor… su sangre —gruñó, con la voz ronca.

Lucifer tomó el orbe con una delicadeza inquietante. Lo sostuvo un instante, observando cómo la sangre atrapada en su interior latía con un pulso propio, como si respirara. Entonces sonrió. No era una sonrisa de júbilo, ni de ternura. Era la sonrisa del poder, fría, afilada, desprovista de todo calor. Apoyó una mano en el hombro de Baphomet.

—Por esto —dijo con voz profunda— es que siempre serás mi ejecutor favorito.

La palmada que le dio fue seca, firme, casi un sello de aprobación. Baphomet se incorporó de inmediato, inflando el pecho con orgullo.

Lucifer avanzó un paso hacia el centro del Gran Hall. Su sombra se proyectó como una marea negra sobre las paredes de obsidiana. Los demonios menores callaron. El fuego eterno chisporroteó con un estremecimiento. Entonces, con un golpe seco contra el atril de piedra que presidía la sala, su voz retumbó como un trueno que quebró todo silencio.

—Con estas gotas —proclamó— haremos lo que llevamos milenios soñando. Lo que nos negaron. Lo que el Cielo olvidó que merecemos. Con esta sangre abriremos los portales. Corromperemos el aire mismo. Destrozaremos el Reino… sus ángeles, su falso salvador… y a mi Padre.

Sus ojos ardieron como carbones al rojo vivo mientras su sonrisa se torcía en un gesto cruel.

—Lo haremos caer. Y lo haremos rogar.

Un silencio reverencial se apoderó del Gran Hall, como si hasta las llamas hubieran inclinado la cabeza ante la voz de su amo. Lucifer se giró hacia un costado, extendiendo la mano con un gesto que parecía más una sentencia que una orden.

—Mammon. Astaroth. Belial —su voz resonó con un eco grave, como si el Infierno mismo hablara—. Preparen el terreno. Debiliten la Tierra desde adentro. Corrompan, seduzcan, derrumben. Hagan lo que mejor saben hacer.

Los tres se incorporaron con firmeza. Mammon inclinó la cabeza con una sonrisa codiciosa; Astaroth entrecerró los ojos, calculadora, con un brillo de diversión cruel. Belial, en cambio, arqueó una ceja y ladeó la cabeza hacia Legión y Baphomet, señalándolos apenas con la barbilla.

—¿Y ellos qué? —preguntó con desgano—. ¿Vacaciones en el Caribe infernal?

Lucifer esbozó una sonrisa gélida, sin alterar ni un ápice su postura.

—Ya cumplieron su parte. Ahora es el turno de ustedes.

Belial chasqueó la lengua y soltó un bufido resignado.

—Genial.

Belial se apartó del grupo, murmurando insultos en lenguas que hacía siglos nadie recordaba, mientras caminaba hacia la Torre. Sus pasos resonaban pesados, cargados de fastidio. Iba en busca de su campera de cuero, aquella que nunca usaba salvo cuando debía salir al mundo a destruir algo. Lo cual, en su caso, era casi siempre.

Mammon, en cambio, se tomó su tiempo. Se sentó en el borde de una columna rota y comenzó a colocarse los anillos, uno a uno, girándolos lentamente en sus dedos como si fueran piezas de un ritual personal. Sonrió al escuchar el tintineo metálico que hacían entre sí. Astaroth se estiró con la languidez de una reina recién alzada de su trono, como una diosa antigua que se desperezaba tras un sueño demasiado breve.

—¿Vestido o cuero? —preguntó con un suspiro teatral, girando apenas la cabeza.

—Vestido. Siempre vestido —respondió Mammon sin levantar la vista, ajustando otro anillo.

Y así, sin prisa pero con una certeza escalofriante, uno a uno comenzaron a marchar. La sangre ya había sido derramada. Y el reloj del fin… había empezado a correr.

Londres, 16:47 hs. La ciudad que alguna vez fue sinónimo de control financiero… hoy arde en números rojos.

En la Bolsa de Valores, las pantallas parpadeaban con cifras en descenso. Rojo. Más rojo. Caídas históricas. Bancos temblando. La tensión era tan densa que parecía que el aire se podía romper con un suspiro.

Dentro del edificio, ejecutivos gritaban por sus teléfonos, operadores colapsaban sobre teclados, y varios inversionistas huían de la sala como si acabaran de ver a la muerte misma en traje de Armani.

Y entre ese infierno disfrazado de corbatas… Una figura observaba desde lo alto.

Elegante. Fría. Impecablemente vestido de negro. Mammon.




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