Mientras el mundo está sumido en el caos, la corrupción y la podredumbre de las almas, un guerrero sigue recuperándose.
Zane flota en un abismo negro absoluto. Desnudo. Pálido. Frágil. Su piel está cuarteada, como porcelana rota, emanando humo rojo incandescente por cada grieta. El entorno vibra con un murmullo sordo, como si el mismo Infierno respirara a su alrededor. Se escucha un retumbar, como tambores lejanos… hasta que una risa gutural atraviesa el vacío: la risa de Lucifer, que hace vibrar el propio abismo.
El negro absoluto se transforma en una ciudad postapocalíptica, teñida de tonos rojos y negros. El cielo, partido como un cristal roto, deja caer relámpagos de oscuridad.
Ríos de sangre recorren las calles como venas abiertas. Los edificios respiran, contrayéndose como órganos infectados. El asfalto late como carne viva.
Lucifer avanza desde un charco de fuego, su capa hecha de sombras vivas. A su alrededor: el séquito infernal.
Legion encadena almas a su torso, formando una armadura viviente que grita de dolor. Baphomet bebe sangre de un cráneo humano, las vísceras aún goteando. Astaroth ríe mientras las multitudes se arrojan desde la torre de TV, hipnotizados por su encanto fatal. Mammon lanza billetes podridos que se transforman en insectos al tocar el suelo. Belial escupe fuego líquido sobre aldeas miniatura, derritiéndolas como cera. Lilith camina sensual y perversa, guiando caravanas de hombres hacia rituales de degeneración y muerte.
—¿Hermoso, no? —susurró, extendiendo los brazos hacia ese paisaje de pesadilla—. El paraíso que tú permitiste.
Zane avanzaba tambaleante, las piernas cediendo con cada paso. Sentía como si caminara sobre un mar de vidrios rotos, desgarrándose a cada movimiento. Lo que veía frente a él lo estaba destrozando por dentro, capa tras capa, hasta dejarle el alma al desnudo.
Primero fue Jon. Su padre humano colgaba crucificado boca abajo, el rostro consumido por la agonía, la piel reseca, los ojos apagados. Su cuerpo temblaba como una vela a punto de extinguirse.
Más allá, Liz ardía en llamas. Las lenguas de fuego devoraban su carne, mientras ella gritaba el nombre de su hijo una y otra vez, con voz quebrada, suplicante:
—Zane… Zane…
Ethan apareció frente a él, irreconocible. Su cuerpo estaba mutilado, cubierto de heridas abiertas. Lo miró con ojos huecos, vacíos de vida, y aún así una lágrima rodó por su rostro ennegrecido.
—¿Dónde estabas, hermano? —sollozó, la voz quebrada en mil pedazos.
Zane giró y lo que encontró le heló la sangre. Chloe, Sophia, Ryan y Lila estaban encerrados en jaulas, como animales. Hierros al rojo vivo habían marcado sus pieles con símbolos demoníacos, tatuajes que ardían todavía, supurando carne quemada. Sus gritos eran un látigo en el aire, un clamor de dolor imposible de callar.
Y al fondo… Gabriel. El arcángel yacía encadenado, su cuerpo desgarrado y colgante como un mártir olvidado. Mammon estaba frente a él, arrancándole los ojos uno a uno con las manos, levantándolos como trofeos de guerra. El grito de Gabriel no fue un grito humano ni divino, fue un eco eterno que se multiplicó por toda la ciudad maldita. Un coro de sufrimiento que no dejaba lugar al silencio.
Y ahí es donde se ve lo peor… Sienna está atada a un altar, cubierta apenas con harapos. Lucifer camina hacia ella, su presencia haciendo que el altar tiemble. Le acaricia el cuello, sus dedos dejando marcas de quemaduras.
—Zane… ¡Zane, por favor! —gritó ella, la voz quebrada por el terror puro.
Zane quiso correr. Lo intentó con todas sus fuerzas. Pero sus piernas no respondieron. Era como si el suelo lo hubiera atrapado, como si todo el peso del mundo se aferrara a sus huesos. Lucifer levantó la vista y lo miró directamente, sus ojos ardiendo como carbones vivos.
—Esto es tu culpa, Azrael. —Su voz era un veneno que se colaba hasta los rincones más oscuros del alma—. Este… es tu legado.
El vacío empezó a cerrarse sobre él, como paredes invisibles aplastando su pecho. Y entonces la escuchó. La voz interior, distorsionada, hecha de ecos y susurros superpuestos… la voz de sí mismo, pero corrompida.
—Eres débil —gruñó la voz demoníaca múltiple—. Siempre lo fuiste. No protegiste a nadie…
Zane cayó de rodillas. Sus ojos se llenaron de lágrimas oscuras, negras como la brea, que recorrieron su rostro mientras el mundo se doblaba sobre él.
En el momento más oscuro, un suave susurro atraviesa el vacío. No es demoníaco. Es amor. Es Sienna.
—¡Zane, despierta por favor! —su clamor resonó como una campana cristalina, limpia, poderosa como una estrella—. Yo creo en ti. Siempre lo hice…
Un rayo de luz blanco puro atraviesa su pecho, desintegrando las cadenas invisibles. El mundo infernal comienza a resquebrajarse como vidrio bajo un mazo.
—Sienna… —susurró él, con la voz quebrada entre lágrimas oscuras que se desvanecían.
El cuerpo de Zane en la cama celestial empieza a convulsionar ligeramente. Las máquinas de curación celestiales parpadean.
Zane, en el sueño, se pone de pie. Su piel se recompone. Sus alas brotan. Su mirada, ahora dorada y feroz, se fija hacia adelante.
La cama donde yace Zane está rodeada de haces de energía de sanación. La Sala Celestial es imponente, con columnas de mármol vivo y techos de cristal dorado. De repente… Un pulso ensordecedor, como un latido mezclado con un trueno, sacude la sala. Las máquinas sagradas parpadean violentamente. Los ojos de Zane se abren de golpe, ardiendo en dorado y rojo, como soles en erupción. El Híbrido ya no tiene miedo.
Zane jadea, sentado abruptamente en la cama, el pecho subiendo y bajando como si volviera a nacer. Su cuerpo brilla levemente, como si la energía del Cielo y el Infierno coexistiera perfectamente en su interior. Grietas de luz dorada y negra recorren brevemente su piel antes de desaparecer.
Sus alas aún no están desplegadas, pero su silueta deja la sombra de unas alas colosales sobre la pared. Zacarías, el sanador celestial, y San Pedro, el guardián de las puertas, sienten el pulso de energía.