Hybrid - Fase 1 [en EdiciÓn]

Capítulo 20 - Cuando el Infierno Tomó Forma

El callejón era angosto, flanqueado por paredes de ladrillo con grafitis viejos y rejas oxidadas. Un farol parpadeante colgaba de un soporte roto, y al fondo, una puerta negra sin distintivos. Frente a ella, dos tipos de cuello grueso y brazos como columnas cruzadas vigilaban con cara de pocos amigos.

Detrás de esa puerta, el sonido de la realidad cambiaba: el zumbido eléctrico se convertía en bajos distorsionados, gritos, vasos que chocaban, apuestas vociferadas.

Y en el centro del caos: Zane Draven.

Vestido con un short deportivo, vendas blancas cubriendo sus nudillos (ya manchadas de rojo), tatuajes rúnicos brillando con un tono carmesí tenue.

En el ring improvisado, otro hombre caía volando contra la barra, su brazo torcido como un garabato roto, el hueso saliendo por el antebrazo. Una lluvia de dientes rebotaba en la madera.

La multitud rugía. Billetes de cien flameaban como banderas de guerra. El dueño del club, un tipo gordo con puro entre los labios y los ojos encendidos de codicia, levantó las manos mientras contaba fajos de dinero.

—¡ESO ES! —gritó con la voz rota por la euforia—. ¡ZANE, LA BESTIA DE SEABREEZE!

Zane levantó los brazos, jadeando, el pecho subiendo y bajando, la mirada encendida por algo más que adrenalina. Sed. Vacío. Ruido.

En una mesa al costado, su celular vibraba. Y seguía vibrando. Cuarenta llamadas perdidas. Mensajes de Sienna. De Ethan. De Jon. De Liz. Todos sin abrir. Ignorados.

En la mansión Monroe, Sienna estaba sentada en la cama, con el teléfono contra el pecho, los ojos llenos de lágrimas contenidas.

—No puede ser que esté con otra… —susurró, la voz rota.

Marcó un número con manos temblorosas.

—Liz… —dijo apenas.

La voz al otro lado respondió con cansancio, con ese tono maternal que trataba de no quebrarse.

—¿Pasó algo?

—¿Zane está con alguien más? —preguntó Sienna, casi sin aliento—. ¿Me está…?

Hubo un silencio breve, y luego un suspiro profundo.

—No, Sienna. Zane se está portando como un idiota, eso sí. Pero no lo criamos para eso. No lo haría.

Desde el despacho, en el piso inferior, Alexander cerró una llamada y levantó la voz con un tono grave que atravesó las paredes.
—¡Sienna!

Ella se levantó de golpe, bajando las escaleras sin pensarlo. El corazón le latía desbocado.

Alexander la esperaba junto a su escritorio, el semblante rígido, la mandíbula apretada.
—Tenemos una pista. Uno de mis agentes localizó su posición.

—¿Dónde está? —preguntó ella con ansiedad, sintiendo cómo el aire se le escapaba de los pulmones.

Alexander tardó un segundo en responder, como si las palabras fueran un peso que no quería soltar. Y cuando finalmente lo dijo, el corazón de Sienna se estrujó con fuerza.

Minutos después, Sienna tomó el teléfono y marcó. La voz de Jon sonó al otro lado, grave, contenida, como si se hubiese roto en silencio mucho antes de contestar.

—¿Dónde está? —preguntó, sin rodeos.

Mientras se calzaba unas zapatillas, Sienna habló con rapidez:

—En un club de peleas ilegales. Un sótano, cerca del centro.

Jon empujó la silla hacia atrás con un golpe seco. El crujido de la mesa acompañó su determinación.

—Voy para allá.

—No —lo detuvo ella al instante, la voz firme, casi cortante—. Nosotros vamos. Ethan, Chloe, Ryan y yo. Él necesita vernos. Escucharnos.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Jon inspiró hondo, como quien carga un peso demasiado grande. Luego suspiró, y en su tono se mezcló la duda con un dolor paternal difícil de esconder.

—Tengan cuidado… Zane ya no es el niño que crié. Al menos, no completamente.

Sienna cerró los ojos un segundo, apretando el celular contra su oído. No respondió. No podía.

El grupo avanzó sin decir palabra. Sienna iba al frente, con los labios apretados; Ethan a su lado, serio por primera vez en mucho tiempo; Chloe y Ryan cerraban la marcha, ambos con el nerviosismo pintado en el rostro. Sophia y Lila habían preferido quedarse atrás, demasiado asustadas para acompañarlos. El callejón olía a humedad y basura vieja. Frente a la puerta negra, dos guardias corpulentos se interpusieron, cruzando los brazos.

—Prohibido el paso —gruñó uno, extendiendo la mano como una muralla.

Ethan dio un paso adelante, el ceño fruncido, los puños cerrados.

—Venimos a buscar a Zane Draven.

Los hombres se miraron entre sí. Hubo un silencio tenso, como si el nombre pesara más que cualquier excusa. Uno de ellos tragó saliva, inseguro. Y sin una palabra más, apartaron sus cuerpos y empujaron la puerta.

La música golpeó como un tren. Heavy metal a todo volumen. Luz roja. Vapor. Alcohol.

Mesas repletas de hombres gritando, mujeres en ropa interior sirviendo tragos, dólares flotando en el aire. Y en el centro, la arena. Zane, parado como un dios caído. Mirando a su próxima víctima. Bañado en sangre que no era suya. Cuando uno de los tipos fue arrojado de nuevo al piso, inconsciente, con el cráneo sangrando, Zane levantó los brazos, sonriente, y gritó:

—¿Quién más quiere? —gritó con un espasmo de furia—. ¡Vamos! ¿Quieren ver más?

El público rugió. El dueño del club levantó otro fajo. Y entonces, Zane los vio. Los ojos se le apagaron un segundo. Las manos bajaron. La sonrisa se desdibujó.

Zane miró alrededor, levantó un brazo con calma y, sin apartar la vista de ellos, soltó:

—Esperen. Pausa.

Bajó de la plataforma, quitándose las vendas ensangrentadas. Sienna fue la primera en enfrentarlo, los ojos ardiendo de rabia contenida.

—¿Cuál es tu maldito problema? —le lanzó, la voz quebrada entre furia y miedo.

Zane se encogió de hombros como si todo aquello fuera insignificante. Sacó un fajo de billetes arrugados del elástico de su short y lo extendió hacia ella.

—Si quieres que te compre cosas bonitas… voy a tener que romper unos cuantos huesos —dijo con una soberbia helada.




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