En Washington D.C. se había armado una nueva sede para la ONU, en este momento de caos e incertidumbre necesitaban tener todas las facilidades posibles para que los mandatarios puedan reunirse. Eran las 11 de la mañana.
Una reunión de emergencia sin precedentes había sido convocada. El Consejo de Seguridad y la Asamblea General estaban colapsados. No por conflictos entre países… sino por un solo ser: Zane.
Un holograma proyectaba imágenes de la masacre militar en Arizona, la ejecución de Aelion, Seraphion y los otros cinco ángeles, y los eventos recientes en Estambul, Gaza, Jerusalén y Río.
Los rostros de los mandatarios estaban tensos. La sala olía a sudor, desesperación y miedo.
Richard Graven tenía el rostro rojo y expresión cargada de furia. Desde que se supo lo del Cielo y el Infierno quiso expulsar a Zane del país, temiendo que ocurra algo como lo que está pasando ahora mismo.
—¡Ese chico es un arma de destrucción masiva! —rugió, golpeando la mesa con la palma hasta hacer vibrar los micrófonos—. ¡Lo dije desde el principio! ¡Nunca debimos permitir que esa basura celestial pisara suelo americano!
Los murmullos llenaron la sala. El vicepresidente, sentado a su lado, trató de calmarlo, pasándole un vaso de agua con una mano temblorosa. Graven lo tomó, bebió un sorbo y aclaró la garganta, pero su furia no cedía.
—¡Construyan un muro aéreo si hace falta! —continuó, con la voz ronca—. ¡Desplieguen la Fuerza Espacial! ¡Bombardeen esa cosa con todo lo que tengamos!
Damián Levingston, presidente de Argentina, con la camisa arremangada, estaba moviendo los brazos como hélices. Estaba en desacuerdo con darle asilo a los guerreros celestiales, no porque no sea creyente, sino por seguridad a su propio pueblo. Golpeó la mesa con el puño.
—¡Esto es una prueba más del fracaso del socialismo y del estatismo internacional! —tronó, con la voz cargada de rabia—. ¡Nos enfrentamos a un Híbrido! ¡Una aberración, una mezcla perversa entre el bien y el mal! ¡Y ustedes lo dejaron crecer!
Un traductor automático intentaba seguirle el ritmo, pero el software colapsó.
Lucien Marceau, el presidente de Francia, estaba serio, visiblemente estresado, mirando los datos proyectados, no puede entender como un muchacho mató tanta gente en tan poco tiempo. Acomodó los documentos frente a él, respirando hondo antes de hablar.
—Mesdames et Messieurs… —dijo con voz grave, arrastrando las palabras— estamos hablando de un ser que, en apenas quince minutos, destruyó más equipos militares que toda la Guerra del Golfo. La diplomacia ya no es una opción.
Se giró hacia un analista de inteligencia, clavando en él una mirada exigente.
—Quiero respuestas. ¿Qué es esto? —preguntó, golpeando la mesa con los dedos—. ¿Un dios? ¿Un demonio? ¿O los dos al mismo tiempo?
Tomás del Arco, presidente español, estaba intentando mantener la calma, leía las propuestas de varios concejales y cancilleres sobre pedir ayuda al Cielo. Alzó la voz con firmeza, dirigiéndose a la sala entera:
—Lo que está ocurriendo sobrepasa la soberanía de cualquier nación —dijo, manteniendo la compostura pese a la tensión en el aire—. Necesitamos una coalición global. Y si eso incluye colaboración con el Cielo… o incluso con entidades más peligrosas, pues que así sea.
Graven se burló, claramente en desacuerdo cada vez que el español hable, por conflictos de intereses claro está. Se echó hacia atrás en su asiento, cruzando los brazos con una sonrisa torcida.
—¡Claro! —ironizó, alzando la voz para que todos lo escucharan—. ¡Traigamos a los angelitos a jugar al UNO mientras Zane nos prende fuego!
Maksim Drozhenko, el presidente de Ucrania, estaba presente por videollamada, con su rostro duro como el granito. Su país había padecido luego del ataque de Zane sobre esa región en especial.
—Zane ya destruyó infraestructura ucraniana —dijo, con las manos entrelazadas frente a la boca, como conteniendo un veneno a punto de salir—. Esto ya no es un tema religioso. Es una guerra de supervivencia.
Hizo una breve pausa, y sus ojos, oscuros y tensos, recorrieron la sala desde la distancia de la pantalla.
—Y en la guerra… —añadió, con un tono tan cortante como un cuchillo— no hay diplomacia.
Abbadon, disfrazado aún como Konrad Weissmann, se aclaró la garganta y habló con calma seductora. Sabía por dónde entrarle a algunos mandatarios, aunque con otros la cosa era más complicada.
—Señores… —dijo, ajustándose la corbata con parsimonia—. Mi propuesta sigue en pie. Evitemos cualquier tratado de cooperación con el Cielo. Exijamos la expulsión inmediata de toda entidad angelical de la Tierra. Son un peligro. Todos lo son.
Un silencio profundo recorrió la sala. Si bien las cosas empeoraron luego de descubrir la verdad celestial, no se podían arriesgar a quedar totalmente desprotegidos. Del Arco entrelazó los dedos sobre la mesa, la mirada fija en los documentos frente a él. Murmuró apenas, como si se hablara a sí mismo:
—¿Y qué pasa si eliminamos al único grupo que puede detener a Zane?
Weissmann sonrió. Un gesto elegante, frío, estudiado.
—Ya no se trata de detenerlo —respondió con suavidad—. Se trata de no provocar algo peor. Porque si él llega a sentir que estamos aliados con sus enemigos… quizás lo próximo que desaparezca sea el planeta entero.
Todos miraron a la pantalla central, donde se veía a Zane flotando sobre Jerusalén, con fuego llameante de su espalda. La pantalla cambiaba a Zane destruyendo Río con la cúpula de energía. Cambiaba a el asesinato de Aelion, su grito haciendo que algunos cerraran los ojos de la impresión. Los ojos de Abbadon recorren los rostros de cada líder. Sudor. Estrés. Gritos apagados. Debates estériles.
Pero todos sabían algo:
Ningún ejército estaba preparado para esto. Y el reloj… seguía corriendo.
Cuando un demonio está aburrido, a veces no solamente mata, también se vuelve un showman. Era una noche humeante en la frontera de Pakistán…