Ahí estaban los dos, Zane y Sienna, bajo la madrugada aún viva de Seabreeze, sentados en la arena húmeda, mirando las olas que rompían con suavidad contra la orilla. La brisa marina les acariciaba la piel como una madre que intenta calmar a sus hijos tras una pesadilla larga y cruel. Sobre ellos, las estrellas parpadeaban como si quisieran escuchar lo que iba a decirse, como si el universo también necesitara una tregua.
Estaban espalda con espalda al principio. Zane con los ojos cerrados, sintiendo el vaivén de la marea y el calor tímido que emanaba de ella.
Sienna, en cambio, miraba al cielo, contando luces, respirando hondo, buscando en la noche alguna señal de que el mundo podía seguir girando.
No hablaban. Pero ya no hacía falta. El silencio, tantas veces incómodo, era ahora una forma de paz.
—¿Recuerdas… cuándo me trajiste aquí por primera vez? —preguntó Sienna, su voz suave, rompiendo apenas el murmullo del mar.
Zane abrió los ojos. La sonrisa que se dibujó en su rostro fue leve, quebrada, pero sincera.
—Sí.
Ella rió despacio, con un eco de incredulidad en su tono.
—Me dijiste que eras mitad demonio y mitad ángel… y que no sabías si eso significaba que estabas destinado a destruir el mundo o a salvarlo.
Zane asintió, con esa melancolía que solo cargan los que ya han fallado más de una vez.
—Spoiler —murmuró, con una chispa de sarcasmo—: hice un poco de ambas.
Sienna rió bajito. La risa se apagó pronto, convertida en un suspiro largo, como si con ese aire soltara un pedazo del peso que venía acarreando en el pecho.
—Yo también tuve miedo —confesó al fin, con la voz apenas por encima del murmullo del mar—. No de tí… sino de lo que sentía. Pensé que era una tonta por seguir amando a alguien que aparecía en las noticias como el fin del mundo.
Zane la miró. No con pena. Con asombro. Como si recién entonces, después de todo, pudiera volver a verla.
—¿Y ahora? —preguntó, arqueando apenas una ceja.
Sienna mantuvo la mirada fija en el cielo unos segundos más. Luego cerró los ojos y habló con una calma serena, aunque cargada de verdad.
—Ahora sé que amar a alguien no es por lo que hace —susurró—. Es por lo que lucha cada día para no ser.
Zane bajó la mirada. Cerró los ojos con fuerza. Negó con la cabeza.
—No merezco eso —murmuró, incrédulo.
Sienna le sostuvo la mirada con una calma que dolía y a la vez curaba.
—Nadie merece nada, amor. Por eso se llama amor. No es un premio. Es una elección. Y yo… te elijo a tí.
Se quedó quieto. La garganta le ardía; su corazón, después de tanto tiempo, latía sin odio ni furia. Simplemente latía.
—Todavía queda mucho por hacer —dijo, en voz baja.
Ella tomó su mano con firmeza.
—¿Lucifer? —preguntó.
Zane asintió.
—Todavía cree que estoy bajo su control. El Orbe no reaccionó. No sospecha… por ahora.
En el rostro de Sienna apareció un pliegue de preocupación.
—¿Y qué harás?
Él apretó los labios, escogiendo cada palabra con cuidado.
—Mantener las apariencias. Jugar el juego. Fingir que sigo siendo su marioneta… mientras preparo la caída.
Sienna se tensó.
—¿Y yo?
Zane la miró con una sonrisa débil, pero sincera. Le tomó las dos manos entre las suyas.
—Tú seguirás siendo mi fuerza. La razón por la que no me dejo caer del todo. Aunque… dudo que tu papá me deje verte tan fácil.
Ella rió, secándose la última lágrima de la noche.
—Eso es verdad —dijo con una mueca—. Está afilando balas con tu nombre desde hace dos semanas.
Zane se puso de pie y le ofreció la mano. La ayudó a levantarse y, sin decir nada más, la cargó en brazos.
—Entonces… ¿te llevo volando a tu cuarto antes de que Alexander me convierta en alfombra? —ironizó, arqueando una ceja.
Sienna apoyó la cabeza en su pecho, sonriendo apenas.
—Solo si vuelas despacio. No quiero que esta noche se termine todavía.
Zane alzó vuelo con suavidad. Flotaron en silencio entre las estrellas, la ciudad dormida a sus pies, el mundo todavía en ruinas, pero… más soportable. Porque ella estaba ahí.
—No se va a terminar, Sienna… —susurró él, con una ternura que apenas le cabía en la voz—. No mientras me sigas mirando así.
Ella no respondió. Ya tenía los ojos cerrados. Se había quedado dormida, tranquila. En paz.
Zane voló despacio hasta la casa de los Monroe. Se posó sin hacer ruido, con la delicadeza de un ángel arrepentido. Entró por la ventana con ella aún dormida entre los brazos. La acomodó sobre la cama. Le pasó una manta por encima con cuidado. La observó en silencio. El rostro calmo. Respiración serena. Como si nada hubiese pasado. Como si el mundo no se hubiera roto.
Se inclinó sobre ella. Le besó la frente con una ternura que parecía incompatible con todo lo que él era.
—Gracias… por seguir eligiéndome —susurró, mientras acomodaba la sábana sobre ella.
Luego se irguió. Miró por la ventana. El cielo oscuro lo llamaba como una campana distante. Sabía lo que tenía que hacer.
Debía subir.
Y no como guerrero. Como pecador.
Pero no se sentía digno, no se sentía merecedor del perdón eterno de los Cielos. Necesitaba dormir, necesitaba contenerse primero.
Vuela nuevamente hacia su casa, bajo la noche fresca de Seabreeze. Zane cierra la puerta de entrada lentamente. La casa está en silencio. Solo el sonido de la heladera y algún que otro trueno lejano llenan el aire.
Zane apoya su campera mojada en el perchero, se pasa una mano cansada por el cabello, y camina hasta el living donde la luz de una lámpara tenue ilumina a su padre. Jon está sentado en el sillón, tomando un whisky en las rocas, con expresión seria pero serena. Jon levanta la vista al escuchar los pasos.
—¿Todo bien, hijo? —preguntó con la voz grave, cálida como siempre.
Zane se queda parado unos segundos, como dudando. Luego camina hasta el sillón de enfrente y se sienta, hundiendo la cabeza en sus manos.