Al día siguiente, la mañana era fría en Seabreeze City. Un viento salado soplaba desde la costa y golpeaba con fuerza los ventanales del modesto living de los Draven. Dentro, el silencio se cortaba con cada tic del reloj y cada latido angustiado que latía en el pecho de Liz.
La puerta se abrió con un sonido firme y mesurado. Gabriel entró primero. Traje azul marino, mirada serena, y esa expresión compasiva que solía tener incluso antes de volverse humano. Detrás suyo, Michael, de postura imponente, hombros anchos y mirada impenetrable, cerraba la puerta sin decir palabra. Jon y Liz estaban esperándolos. Pero no con té ni con sonrisas. Sino con fuego contenido.
—Así que al final… el consejero Adams era un arcángel —soltó Jon, sin rodeos—. Qué lindo chiste nos armaste.
—No fue un chiste —respondió Gabriel, asintiendo con pesar—. Fue precaución. Lo hice para poder estar cerca de Zane sin alterarlo… sin presionarlo.
—¿Y para qué te sirvió? —interrumpió Liz, los ojos enrojecidos por el llanto—. ¡Está en coma! ¡Mi hijo está en coma!
Gabriel quiso acercarse, pero Michael le puso una mano firme en el hombro, como advirtiéndole que no cruzara esa línea emocional tan rápido.
—Les juro que si hubiera podido evitarlo, lo habría hecho —dijo Gabriel con la voz quebrada—. Pero si lo hubiésemos protegido de todo… nunca habría aprendido a levantarse.
—¿Sabes cuántas veces escuché eso, Gabriel? —replicó Jon, pasándose las manos por la cara con frustración—. “Necesita aprender”, “necesita caerse”. Y mientras tanto, casi se muere.
—Zane es más fuerte de lo que creen —intervino Michael, con un tono más diplomático—. Lo que le pasó no lo define. Lo va a reforzar. Ya lo verán.
—Ya veremos —murmuró Liz, sin apartar la mirada de la ventana—. Por ahora… solo quiero que despierte.
Horas después, en los pasillos de Brighton High, el ambiente era muy distinto. Los alumnos caminaban con ese tipo de energía entre agitada y contenida, como cuando algo importante está a punto de pasar… o ya pasó.
Sienna se cruzó con Gabriel y Michael cerca del patio central. Él ya no intentaba esconderse detrás de un disfraz. Su presencia era la misma de siempre, pero ahora se sentía distinta. Innegablemente superior.
—¿Y él es…? —preguntó Sienna, mirando a Michael con cierto recelo.
—Michael, sí, el arcángel Michael —respondió Gabriel, medio en broma—. Pero hoy es mi asistente. No le des importancia, es nuevo en esto de sonreír.
Michael ni se inmutó. Sus ojos permanecieron serios, fijos en el entorno. Sienna se acercó un poco más a Gabriel, bajando la voz, aunque con firmeza en cada palabra.
—Solo les pido una cosa. Por favor… hagan todo lo posible para que Zane vuelva. Él… él no se puede quedar así.
—Va a estar bien, Sienna. Confía en el Cielo. —le aclaró Gabriel, quien le tomó la mano con suavidad.
Ella asintió, mordiéndose el labio. No del todo convencida… pero deseando creer. Y se fue caminando, entre murmullos de compañeros que no podían evitar mirar a Gabriel de reojo.
Varios estudiantes ya habían visto el video filtrado del combate en Manhattan. Y reconocían al “consejero” como uno de los que había bajado del cielo envuelto en luz.
Las preguntas ya se estaban cocinando.
Minutos después, Gabriel y Michael entraron en la oficina del supuesto “consejero escolar”, en el ala administrativa del colegio. Apenas la puerta se cerró tras ellos, el bullicio del pasillo quedó apagado, como si el mundo exterior hubiera sido silenciado de golpe.
Ambos se miraron. Gabriel dejó que una luz celeste emanara suavemente de su cuerpo, envolviendo la sala con un resplandor sereno pero solemne.
—¿Listo? —preguntó, su voz reverberando con un matiz sobrenatural.
Michael asintió. Y con un simple cruce de energía entre ambos, el aire tembló por un segundo, como si la materia se comprimiera. Y desaparecieron. Sin rastro. Regresando al Cielo. Donde lo verdaderamente importante… estaba por ocurrir.
Horas después, Zane se despierta. Pero no hay ruido. No hay dolor. No hay sangre. Solo… luz.
Una luz tan blanca, tan pura, que no quema ni enceguece. Solo abraza. Flota. O eso cree. Porque su cuerpo no pesa, no arde, no tiembla. Abre los ojos lentamente. Y lo primero que ve es… el Cielo. Un campo infinito de neblina dorada. Un horizonte que no tiene fin. Y frente a él, dos figuras que brillan más que el propio mundo.
Una voz lo llama. Una voz que ha escuchado en sus sueños más profundos, y también en sus peores tormentas.
—Bienvenido, Azrael —dijo Dios, con una voz serena, grave y envolvente.
Zane parpadea. Su respiración es irregular. Su pecho sube y baja con dificultad. Mira a su alrededor como un niño perdido, sin entender si sueña… o si por fin despertó.
—¿Dónde… estoy? —preguntó, con voz apenas audible.
La segunda figura, que irradia paz con solo mirarlo, se acerca un paso. Lo mira con ternura. Con amor.
—Estás… donde todo empezó —dijo Jesús, con una sonrisa suave.
Zane no entiende aún. Pero su corazón, por primera vez en días, no duele. Solo late. Y como un soldado veterano, su cuerpo se duerme nuevamente.
El mundo entero ha presenciado la lucha de Zane contra Legión, lo que ha desatado el caos al revelar que el Cielo y el Infierno son reales. La ciudad y la escuela están conmocionadas al haber visto a Zane enfrentarse a un demonio y casi morir. Esto pone su vida bajo el escrutinio público.
Las calles se llenaban de multitudes atónitas. Algunos levantaban pancartas improvisadas, otros rezaban, otros gritaban con furia contra lo incomprensible. En cada plaza, en cada ciudad, las imágenes de Zane colgando ensangrentado, resistiendo a Legión, se proyectaban en pantallas gigantes. Las cadenas de noticias transmitían informes continuos sobre la aparición de seres celestiales y demoníacos.
—En una revelación que ha sacudido la fe y la ciencia, el mundo ha sido testigo de algo imposible —anunciaba una periodista con la voz cargada de incredulidad—. Un ser demoníaco destruyendo Manhattan… y un joven que luchó contra él.