Idealmente quizás

MIEL

Esta es la primera vez que hago un viaje así. Después de salir de la ciudad, de calles llenas de colores y edificios, ahora solo queda el verde de la naturaleza. Algunas zonas son puros árboles y montes, otras son sembrados o terrenos llanos con una bonita vista al horizonte. Es relajante ver por la ventana mientras se escucha música. Lo más importante, miro por la ventana porque no quiero verlo, es demasiado provocativo mientras maneja, no puedo con la tentación.

—Ya estamos llegando a nuestra primera parada —dice.

—¿Enserio? No veo nada más que monte y llanuras.

—Descuida, entramos en la autopista en la siguiente curva. —Al girar subimos una pendiente que nos deja expuesta la gran extensión de asfalto.

—Sigo sin ver tiendas o algo parecido.

—¿No sabías que a las afueras de Mom, todo es bosque?

—No pero, es bastante grande.

Se pierde un poco de vista la vegetación en la autopista. Al pasar unos minutos, como dos canciones más, empiezo a ver construcciones que no parecen casas a mitad de la nada. Daniel entra en una calle que toma forma de residencia. “Posada miel” dice el cartel donde entramos.

—¿Y si no tienen habitaciones disponibles?

—Hay otros lugares, pero no son tan carismáticos como este.

—Que tiene este de especial.

—Ya lo verás.

Desde la recepción veo la puesta del sol. La posada tiene un gran ambiente familiar, decorada de manera rústica con troncos de árboles, piso de cemento pulido. De aquí hasta afuera veo que hay una zona de piscina, donde aún la gente disfruta, hasta un terreno extenso.

—Llegamos tarde para montar a caballo —dice sin dejar de mirar la llave en su mano.

—¿Hay caballos acá? —Me acerco, para observar la forma de abeja que tiene el llavero.

—Si, también una granja de abejas.

—Eso si no me apetece.

—¿Y comer? Debes de tener hambre. —Sonrío—. Vamos a dejar las maletas en la habitación primero.

Nos sentamos en la mesa cerca de la piscina. El olor a carne que llega hasta aquí es divino. En definitiva, quiero de ese asado que están haciendo. Daniel pide un par de cócteles de piña mientras esperamos, que vienen presentados en la misma fruta.

—Un poco incómodo de agarrar sin que me pique —comento al buscar la forma de evitar pincharme.

—Sí, pero no es la misma experiencia que un vaso cualquiera —ríe.

La risa de un niño me hace voltear la vista a la piscina, es contagiosa. Con una sonrisa aprecio su hazaña, lanza una pelota desde el agua hasta caer en la comida de la mesa que tiene cerca. La gente se molesta, pero el pequeño y su adulto acompañante se mueren de la risa, pues la salsa les salpicó a los que hablaban cómodamente en sus sillas. Daniel también ríe.

—¿Se nota que es tremendo, no? —pregunto.

—Sobre todo si tiene a alguien que lo impulsa.

—Ahora viene el regaño. —Escuchamos como una señora le reclama al adulto en la piscina, la manera en que le habla causa gracia, se nota que son familia—. ¿Tu familia es similar?

—No, los niños son controlados en todos los sentidos.

—¿Ni una broma pueden hacer?

—Tienen permitida una a la semana. —Mi sorpresa lo hace reír—. No es broma.

De un momento a otro la escena se ha vuelto tranquila, la noche trajo esta soledad reconfortante. Disfrutamos de la comida acompañados de las estrellas y unas pocas personas que se encuentran dispersas en las otras mesas.

Al terminar, pedimos otro cóctel, para disfrutar del sereno y de las luciérnagas que comienzan a salir en los árboles del fondo.

—Después de lo sucedido con Estela, quedarse en casa no era opción —Daniel continúa—. Mi mamá ideó un plan, a mí me mandaron con Ferit, mientras ellos se mudaron a la hacienda de mis abuelos, por parte de papá.

—¿Ya conocías ese lugar?

—De pequeño fui varias veces. Mis abuelos eran entrañables y siempre quise quedarme con ellos. —Sonríe al recordar.

—¿Qué les pasó?

—No recuerdo bien, murieron de alguna enfermedad, creo, primero la abuela, luego, según dicen que de tristeza, mi abuelo la acompañó al año.

—Es que, por lo general muere el hombre primero. Y la mujer, como tiene el corazón más fuerte, aguanta.

—¿Tú crees?

—No, pero supongo que una lógica así podría funcionar.

—Con ellos pude sentir lo que es una familia. Me hacía ilusión viajar cada año para verlos. Y no es que fueran buenos con los juegos o mímicas que se inventan para entretener a los niños, no —ríe—, para nada. Pero me gustaba estar ahí, así sea en silencio, observándolos trabajar en sus quehaceres diarios.

—Suena lindo, me da curiosidad saber cómo eras de pequeño.

—Dicen que era risueño. Que no paraba de reír, pero siempre tranquilo. No tengo historias de travesuras.

—Yo sí —sonrío satisfecha—. Vivíamos en casa de la abuela, y tenía que hacer algo para sobrevivir entre mis primos. Y mi manera era haciendo caos para culparlos a ellos.

—Quien te viera, ¿qué hacías? ¿rompías ventanas?

—Un par llegué a romper, sí —río—. Me gustaba inventar juegos —hago unas comillas con mis dedos—. De alguna forma los otros me seguían y me hacían caso a mis alocadas instrucciones. Que si llenar un balde de uvas, y lanzarnos uvas unos a otros como si de una guerrilla se tratara.

—Y sin importar donde caían, supongo que jugaban en el patio.

—No, era dentro de la casa. —Me tapo la cara por la vergüenza—. Toda la casa estaba bañada en uvas. Las paredes, divinas, una obra de arte, recuerdo sentirme orgullosa mientras me regañaban. —Ambos reímos—. Hasta que mis padres consiguieron una casa y nos mudamos. Al principio fue lindo, era como una familia de verdad. Mis mejores recuerdos son de esa temporada.

—¿Qué crees que pasó?

—Se dejaron de amar. —Suspiro—. De alguna forma recuerdo que todo comenzó a tornarse gris. Como si una nube se apoderó de nuestras vidas, y tenía que huir de esa desesperante forma de ver la vida. —Recuerdo detalles en específicos—. Papá mentía, lo sé y nunca se lo dije a mamá. Se supone que él tenía trabajo en una fábrica o granja, ya ni recuerdo, pero sé que vivíamos bien mientras él trabajaba ahí. Pero un día lo vi, a la orilla de la carretera con el coche estacionado vendiendo de todo, desde las verduras, que se supone que eran para la abuela, su mamá. Cosas de nosotros, y yo no sabía porque iban desapareciendo prendas, libros, muñecas —mi tono comienza a sonar apagado—. Y, mi tía me regaló una vez un juego de té, que solo usé una vez, y ahí estaba, en la maleta abierta de su camioneta.




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