El silencio es abrumador, y la oscuridad de la noche no ayuda a despejar la mente. Se enciende una luz, haciendo que me encuentre con mi reflejo en la ventana.
—Mamá… —escucho la voz temblorosa de Brandon.
—¡Cállate! —grita, mientras estaciona el coche en la orilla de la vía—. Lo siento, no digas nada —comenta más calmada.
No quiero dejar de ver por la ventana, aunque no haya más que luces, que van y vienen, de los autos. Por un momento olvidé el miedo al impacto. Cada coche que pasa a nuestro lado me deja la sensación horrorosa de volver a sentir el golpe. Cierro los ojos con fuerza cada vez que sucede. Hay tanto que procesar, y mis lágrimas se adelantan al encontrar el dolor. Suelto mi mano y froto mi muñeca, me arde, y al revisar, noto que está rosada e hinchada. Como aquel día cuando salí con Pamel.
Dana enciende de nuevo el motor, se pone en marcha a la vez que apaga la luz dentro del coche. Sin decir ninguna palabra retoma el camino. Desearía que diera la vuelta.
De nuevo, cierro los ojos por impulso, no puedo evitar hacerlo cada vez que un auto pasa cerca del nuestro en sentido contrario. Una tortura tras otra.
Nos bajamos en el hospital. Dana nos ordena a mi y a Brandon que entremos y esperemos dentro, en la recepción. Yo le hago caso, pero su hijo le reprocha. Ella permanece tranquila, en control. Ni los ojos rojos tiene, ni una lagrima creo que ha soltado. Tardó unos minutos en asimilarlo antes de venir, y parece que eso le bastó. En cambio, yo necesito sentarme y estar en silencio. No tengo teléfono para comunicarme, y tampoco tengo a Daniel en este lugar. Aunque, es mejor así, la noticia la podrá procesar en casa, con menos agobio.
Tan frágil, tan rápido. Así se va la vida. ¿Cuánto tiempo es suficiente? Sesenta y cinco años parece un largo chance para vivir una buena vida, pero viendo como todo pasa de un momento a otro, quizás no sea tanto tiempo. ¿Alguna vez pensé en envejecer? Creo que nunca visualicé mi vida más allá de intentar superar la situación económica precaria que teníamos en casa. Ser alguien, ser algo, era mi objetivo. Vivir con plenitud mi juventud, sin dejar de soñar por causa de limitaciones económicas. En eso se resume mi motivación. Un capricho, una ropa, una salida, comprar alguna mejora, nunca pensé en nada más que eso. Y las lágrimas acompañan mi soledad. Intentando distraerme, me hago preguntas para no pensar en el ahora. Pero mi cuerpo no logra aislarse como mi mente; siento todo y me noto nerviosa. Me abrazo a mí misma mientras espero en esta silla, apartada de las demás, en un rincón.
Una mano fría toca mi pierna, y me ayuda a volver a la realidad. Dana se sienta a mi lado, y me ofrece un té caliente. Lo acepto, cualquier cosa que ayude a calentarme por dentro y relajar mi cuerpo será bienvenido.
—Vámonos a casa —dice, luego de estar en silencio por varios minutos.
—¿Dónde dejo la taza? —Me señala la recepción.
Brandon no tiene la misma calma que Dana, sus ojos irritados lo delatan. Se sube en el asiento delantero, dejándome sola en la parte de atrás. ¿Cómo no mirar el asiento del medio y pensar en lo sucedido? Deja un frío hueco dentro de mi pecho. Un dolor punzante, que exprime con facilidad mis emociones, haciendo regresar el llanto silencioso.
Al volver, Daniel nos espera en la entrada de la casa. Si pensaba que el frío era fuerte, el sudor que me invade me hace saber que no era lo suficiente. No quiero verlo caer. ¿Sería egoísta de mi parte pedir que sea como su madre? Inquebrantable, conteniendo el dolor por dentro. Me recibe con un abrazo. Sus dedos, que se hunden en mi pelo, se sienten el doble que antes. Brandon pasa a nuestro lado, sin decir nada. Me toca a mi dar la noticia, ¿verdad?
—¿Qué pasa? —me susurra.
—Amor… —mi voz lucha por salir, después de pasar tanto rato callada—. Tu papá… —No puedo, otra vez vuelvo a llorar.
Sus hombros caen, su respiración se acelera. Me abraza con fuerza.
—Tranquila —susurra, con esa calma y seguridad, que a veces detesto por envidia, pero este no es el caso. Sé que finge, su cuerpo dice lo contrario.
Deja de abrazarme. Miro hacia atrás, no recuerdo ver a Dana pasar, y ahí está, parada frente a nosotros. Su rostro es como ver una columna abrirse en dos. Se quiebra, su expresión inexpresiva se deshace, se arruga. De inmediato su hijo se le acerca.
—¿Por qué te pareces tanto a él? —llora desconsolada entre los brazos de su hijo.
No pensé que la vería así. Creí que eran de esas señoras que lloraban en silencio en la oscuridad de su cuarto. Ahora me doy cuenta que su debilidad es en realidad su pequeño. Por el que tanto ha peleado, al que tanto criticó. Si Daniel no estuviera aquí, creo que sería capaz de no romperse como ahora.
Acompañamos a Dana hasta su cuarto, y nos quedamos como una hora con ella. Una vez calmada, se tomó una pastilla para dormir, de las que Santiago siempre consumía. Daniel agarra una cobija y me invita a sentarnos en las escaleras de afuera, asegurando que bajo las estrellas todo se supera.
La noche es más fría de lo usual, pero estar bajo una cobija, abrazada con él, ayuda a filtrar las malas emociones de hoy. No hemos tenido tiempo de hablar, así que aproveché de hacerlo. Le conté sobre el accidente, de cómo lo viví. Le hablé sobre los recuerdos borrosos de correr de un lado a otro en los pasillos del hospital buscándolo. Sobre el viaje traumático con su padre, y los autos que iban y venían. Ahora me siento libre, con un peso menos. Sé que él no va a hablar mucho, y antes de enfrentarme a otro fatídico silencio, preferí usar la situación para ayudarlo a pensar en otras cosas.
—Cuanto drama —dice, en tono de burla; lo encaro con sorpresa—. ¿Por qué esa cara? —sonríe.
—Es que me acabas de freír las neuronas, ¿no se supone que no eres capaz de hacer bromas en este momento?
—¿Por qué arruinar una noche tan hermosa? —Se acomoda en el suelo, reposando su cabeza sobre mis piernas—. Mañana será otro día de sufrimiento, y pasado mañana, y así. No estoy ansioso por adelantarlo.