Todo lo que viví junto al hombre que amaba, fue una completa mentira. ¿Cómo no pude darme cuenta? ¿En qué momento dejé que mi amor por él me cegara de esta manera?
―Su matrimonio no tiene ninguna validez.
Sigo en estado de shock. ¿Cuántas mentiras hábilmente entretejidas alrededor de nuestras vidas? ¿Por qué me hizo esto?
―Nos casamos por la iglesia, declaró sus votos frente al altar.
El abogado niega con la cabeza.
―Ya estaba casado con otra mujer.
Una nueva lágrima se escapa por la esquina de mi ojo derecho. Por más esfuerzo que hago para retenerlas y evitar que salgan, el dolor y la decepción superan mi interesa. Estoy a punto de desmoronarme.
―Quería que tuviéramos un hijo ―por más que este hombre intente hacerme ver la realidad, no puedo aceptarlo. Sigo justificando el engaño del que he sido víctima―, pero durante los dos años que vivimos juntos, la maternidad me fue esquiva.
El hombre me mira con pesar y lástima. Ni siquiera sé por qué le estoy contando cosas tan íntimas de mi vida.
―El señor González era estéril ―un gemido de dolor se escapa de mi boca―. Lo siento, señorita Contreras, no quise lastimarla con esta nueva revelación ―me tiende un pañuelo para que seque mis lágrimas y me sople la nariz―. Hay muchas cosas sobre él de las que aún no está enterada.
¿Qué otra mentira más desconozco del hombre que estuvo viviendo a mi lado como mi marido? Niego con la cabeza.
―Con lo que ya sé es suficiente, señor Iturriza.
Toma una de las carpetas de la pila que está del lado derecho de su escritorio y la coloca delante de mí.
―Me temo que esto no puede esperar ―miro aquel documento como si fuera una especie de virus letal―. Esto es algo que afectará su vida por completo.
Río con amargura.
―¿Más de lo que ya está?
No comenta nada al respecto.
―Por favor, le suplico que lea esto.
Con mano temblorosa, abro la portada y comienzo a leer el contenido. A medida que deslizo la mirada sobre el texto, lo poco que quedaba intacto de mi corazón termina de hacerse trizas. ¡Cuán ilusa fui durante todo este tiempo!
―Esto no puede ser verdad ―susurro con la voz temblorosa―. Marcos, no puede hacerme esto.
El abogado se quita los anteojos, los deja sobre la mesa y entrelaza sus dedos.
―Tiene una semana para desocupar la casa.
Con un movimiento brusco me pongo de pie.
―Es mi hogar ―alego nerviosa―. Es todo lo que tengo.
Las lágrimas comienzan a salir a borbotones. Ya ni siquiera me importa que este hombre me vea en mi estado más vulnerable. Perdí a mi esposo y ahora me quedo sin hogar. ¿De qué vale mi orgullo?
―Lo siento, pero el señor González no cumplió con las obligaciones de pago, así que el banco ejercerá su derecho sobre la propiedad hipotecada para recuperar la deuda ―un escalofrío recorre mi espina dorsal―. Esto implica que el banco va a iniciar un proceso legal para tomar posesión de la propiedad, subastarla o venderla para cubrir el importe del préstamo pendiente, intereses y otros gastos.
Mis piernas de repente se tornan débiles.
―¿Se siente bien, señorita Contreras?
El abogado se levanta de la silla y se acerca a mí al verme tan devastada.
―Tiene que haber una manera de salvar mi casa.
En ese hogar que construimos juntos, están mis mejores recuerdos. No puedo perder la única cosa que ha sido mía desde que tuve conciencia. No era nadie hasta que la fortuna tocó a mi puerta y me dio una oportunidad de ser feliz. Así que me aferré a ella con todas mis fuerzas, deposité mis sueños y mis ilusiones en esta vida que ahora parece filtrarse como la arena entre mis dedos.
―La única manera de hacerlo, es pagando la hipoteca.
Haré lo que sea para conseguirlo.
―¿Cuánto?
El hombre me mira como si acabara de conjurar la presencia del mismísimo demonio.
―Por favor, siéntese.
Acepto, porque, de un momento a otro, mis piernas van a perder su resistencia. Rodea su escritorio y ocupa su silla. Me siento frente a él, con el alma en pena y mis esperanzas desvaneciéndose a cada segundo que pasa y me entero de todas las canalladas que me hizo el hombre que creí era el amor de mi vida.
―Aquí tiene un resumen de todas las deudas que dejó su es… ―se detiene en cuanto se percata del error que está a punto de cometer―. El señor Gonzales.
El alma cae a mis pies al descubrir la cifra reflejada en el papel.
―Esto es demasiado.
Balbuceo con un hilillo de voz. Cualquier esperanza que tenía de recuperar, al que por tantos años llamé hogar, acaba de pulverizarse. Ni en diez vidas podré reunir una suma tan grande como esa.
―Lo siento, señorita Contreras. Si hay algo en lo que pueda ayudarla, solo dígalo, por favor.
Niego con la cabeza. Dejo la hoja sobre la mesa y me pongo de pie. Ya no me queda nada más que mi orgullo. No estoy dispuesta a que también me lo arrebaten.