Inhalo profundo después de bajar del autobús y me quedo mirando los alrededores, insegura de lo que estoy haciendo, con muchas dudas de que esta haya sido una buena decisión. ¿Quién, en su sano juicio, elige un destino al azar? Sí, cogí el primer boleto que me ofreció la vendedora cuando me preguntó hacia dónde iba. Me quedé en blanco, no tenía idea de qué responder al respecto. Por supuesto, la chica notó lo confundida que estaba, así que fue muy amable al ofrecerme una de las que ella consideraba era la mejor opción. Sonrió con sarcasmo al recordar sus palabras exactas.
“Estoy convencida de que el amor te espera allí con las puertas abiertas”.
Bufo con ironía. Nadie conoce las goteras de una casa hasta que vive dentro.
―El amor se encargó de cerrarme sus puertas en la cara para siempre.
Aferro mis dedos al asa de la maleta y la arrastro a través de los pasillos. A partir de ahora estoy a la buena de Dios. Con piernas temblorosas y el alma en vilo, observo a las decenas de personas que transitan en todas direcciones, seguros de lo que les espera, ansiosos por comenzar una travesía más en este nuevo día. En cambio, yo, estoy parada en medio de un paraje incierto, con un equipaje a cuestas que pesa más de una tonelada. Y nada más y nada menos que con el corazón destrozado. Giro mi cara de derecha a izquierda, insegura de qué camino seguir. Esta es una ciudad desconocida para mí. Todo sucedió tan deprisa, que ni siquiera tuve tiempo para pensar. Me dejé guiar por la rabia, el dolor y la decepción. Recogí mis pocas pertenencias y dejé atrás un pasado que aún sigue perforando mis entrañas y mi alma de una manera desgarradora.
―¿Necesita un taxi? ―pego un jadeo y un respingo al escuchar aquella voz. Me llevo la mano hasta el corazón mientras paso el susto. Lo siento, no era mi intención asustarla.
Recupero el aire perdido de mis pulmones.
―No se preocupe, estaba distraída.
Se quita la gorra que lleva puesta y sonríe con amabilidad.
―Puedo llevarla a cualquier lugar al que desee ir.
Trago grueso. No sé por qué, pero este chico me trasmite confianza. Aunque a estas alturas de mi vida, para mí es un concepto que está sobrevalorado. Sopeso mis alternativas, que no son muchas y tomo una decisión.
―Soy nueva en la ciudad, me gustaría conseguir un lugar donde quedarme.
Sus ojos brillan con emoción.
―Mi esposa y yo tenemos una pensión en un pueblo cerca de aquí. No es nada del otro mundo ―encoge sus hombros con indiferencia―, pero es segura
y confiable.
Un gran peso se me quita de encima.
―Para mí es suficiente con eso.
Se acerca, toma mi maleta y hace una señal con la mano para que me adelante.
―Entonces no se diga más, señorita…
Después de tantas horas de angustia y desesperación, logra robarme una sonrisa.
―Evangelina. Evangelina Contreras.
Me tiende su mano para presentarse.
―Jorge Zuloaga, a sus servicios.
Salimos de la estación de autobuses y nos dirigimos al estacionamiento.
―¿Vacaciones o trabajo?
Arrugo el entrecejo. Últimamente ando muy distraída. Mi cerebro razona de forma tardía.
―Lo siento, no sé a qué te refieres.
Se acerca a su auto, abre la maletera y guarda mi equipaje.
―La razón por la que viniste a esta ciudad.
¿Cómo responder a esa pregunta? Ni siquiera yo misma sé el motivo por el que estoy aquí. Le digo lo primero que se me ocurre.
―Turismo.
Se me queda mirando con curiosidad, pero no dice nada al respecto. Se acerca a la puerta trasera y la abre para que suba al asiento.
―Bien, entonces no se diga más.
Ingreso al vehículo y coloco la cartera sobre mis piernas. Lo observo a través de los cristales, rodear su auto y subir al puesto de conductor. Después de que se ubica en su posición, me mira por el retrovisor.
―Será un recorrido de quince minutos.
Respondo con un asentimiento. Enciende el motor y pone el vehículo en marcha. Mientras se comunica con la central de la línea de taxis para la que presta servicios, recuesto mi cabeza en el respaldo del asiento y cierro los ojos. Mis pensamientos comienzan a hacer de las suyas…
―¿Te dije alguna vez que eres la mujer más hermosa que he conocido en toda mi vida?
Fijo la mirada en sus ojos ambarinos y, sonrío, emocionada y feliz.
―Creo que me lo dijiste alguna vez.
Finjo intentar recordarlo. Tira de mi cuerpo y me estampa contra su pecho. Eleva una ceja y sonríe con arrogancia.
―¿Alguna vez? ―niega con la cabeza―. Estoy seguro de haberlo dicho en más de una oportunidad.
Elevo los brazos y rodeo su cuello.
―Quizás sufro de amnesia.
Suelta una sonora carcajada que se replica en el fondo de mi vientre.