Identidad prestada

Capítulo 3 Persecución frenética

Han pasado más de veinticuatro horas desde que Susana abandonó a sus hijos y se marchó sin mirar atrás. Fui a buscarla a los lugares que ella frecuenta, pero no encontré ningún rastro de ella. No hay familiares ni amigos allegados a los que pueda recurrir. Es como si la tierra se la hubiera tragado.

―¿Has pensado en hablar con tu familia, contarles lo que está pasando?

Niego con la cabeza.

―Ellos, menos que nadie, pueden saberlo.

Me mira con expresión de incredulidad.

―No puedes ocultar algo como esto, Emiliano. Tarde o temprano se darán cuenta de que ella los abandonó.

Elevo la mano y me aprieto el puente de la nariz. A medida que pasan las horas, me voy quedando sin opciones. El agua está a punto de llegarme al cuello. No sé por cuánto tiempo más pueda seguir sosteniendo esta mentira.

―Voy a resolverlo, antes de que suceda.

Kevin bufa con indignación.

―¿Vas a seguir sosteniendo esta mentira? ―me increpa―. Para nadie es un secreto que ninguno de tu familia la soportaba, sobre todo, después de la actitud indiferente que demostró hacia los niños. ¿Por qué intentas justificarla? ―insiste y con su actitud me está llevando al borde del límite―. Incluso, durante el tiempo que convivieron juntos, no hizo ningún esfuerzo para involucrarse en tu círculo social ―un temblor me sacude de pies a cabeza―. ¿Cuántos de tus amigos llegaron a conocerla? ―envuelvo mis manos en puños―. La vieron contigo las pocas veces que aceptó a acompañarte a algunas de tus reuniones, pero ¿cuántos lograron cruzar palabras con tu mujer? ¡Era una desconocida para todos! ―expresa, lleno de frustración―. Una mujer a la que ni siquiera le importó arrastrar tu apellido por el lodo.

¡Maldita sea!

―¡Basta! No voy a soportar que sigas ofendiendo a la madre de mis hijos.

Golpeo las manos sobre mi escritorio con un ruido ensordecedor.

―¿Ofender? ―sonríe con sarcasmo―. Su sola existencia es una ofensa para todos aquellos que tuvieron la mala fortuna de conocerla.

Lo fulmino con la mirada.

―¡Mis hijos necesitan a su madre!

Grito, ofuscado. A pesar de mi evidente disgusto, no está dispuesto a detenerse.

―¿Vale la pena tanto sacrificio?

¿Por qué me tienta de esta manera? Inhalo una bocanada profunda de aire. Siento que estoy perdiendo el control. Ya no queda un ápice del hombre que fui en el pasado. Ahora soy un ser amargado, desconfiado y cruel.

―Estoy dispuesto a hacer lo que sea para que mis hijos tengan a su madre.

Mi amigo suspira con resignación.

―No puedes obligarla a volver, ni a hacer lo que no quiere.

Una sonrisa cínica tira de la esquina derecha de mi boca.

―La obligaré, así sea a la fuerza ―le indico, sin ningún remordimiento―. Y ahora, si me disculpas, tengo asuntos importantes que atender.

Antes de que abandone la habitación, dice algo que me obliga a detenerme.

―Esa mujer te hizo cambiar, Emiliano. ¿No te das cuenta? Ya no eres el mismo de antes.

Giro la cabeza y lo miro por encima del hombro.

―El hombre al que te refieres, hace mucho tiempo dejó de existir ―niego con la cabeza―. Y, te aseguro, que nunca más va a regresar.

***

Después de encargarle mis hijos a la niñera, salgo de la casa. Necesito un tiempo a solas conmigo mismo o voy a hacer algo de lo que después me voy a arrepentir. Subo a mi Bugatti, enciendo el motor y hundo el pie en el acelerador. Lo hago de tal forma que los neumáticos chirrían sobre el pavimento. Siento que mi cabeza va a estallar, que la amargura me está quemando por dentro.

―¿Por qué nos destruiste de esta manera? ―le doy tal golpe al volante con el puño, que los huesos de mis nudillos crujen―. No hubo nada de mí que no te diera para hacerte feliz. Bajé el cielo y las estrellas para ponerlos a tus pies. ¿Qué más querías de mí? ―menciono entre sollozos―. ¿Qué hice mal para merecer que me engañaras de esta manera? ¡Maldita sea! ¿Por qué no me diste una oportunidad para arreglar las cosas entre nosotros? ―un par de lágrimas ruedan por mis mejillas―. Te amé con toda mi alma y mi corazón. ¿No fue suficiente para ti?

He acumulado este dolor dentro de mi pecho por tanto tiempo, que ya no puedo soportarlo. Mantener este secreto oculto, sostener a diario mi careta de falsa felicidad, de que mi matrimonio es tan sólido como una roca y, hacerles creer que soy un hombre completamente enamorado, se está robando mi cordura y mi tranquilidad. No puedo seguir mintiéndome a mí mismo.

Disminuyo la velocidad y giro el volante hacia la derecha, para estacionarme junto a la acera. Mi visión está tan nublada que no puedo ver con claridad. Manejar en este estado es sumamente peligroso. ¿En qué demonios estaba pensando? No puedo cometer una estupidez, porque mis hijos me necesitan. Ya es suficiente con que hayan perdido a su madre. Me seco las lágrimas con la manga de la camisa.

―Vamos, Emiliano, no puedes perderte a ti mismo.

Apoyo los brazos en el volante y me recuesto sobre ellos. Necesito calmarme, antes de emprender mi viaje de regreso a casa. Un par de minutos después, suena mi teléfono. Inhalo profundo antes de incorporarme y sacar el teléfono del bolsillo de mi chaqueta. Me basta con escuchar el tono para saber de quien se trata. He estado evadiendo las llamadas de mi madre durante la última semana e intentado calmarla con mensajes de disculpas, asegurándole que pronto estaría visitándola. Ya no puedo inventar más excusas o, de un momento a otro, aparecerá en casa y descubrirá toda la verdad. No puedo arriesgarme hasta que tome una decisión al respecto.




Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.