Tras bajar del auto y dejar el motor encendido, comienzo a correr desesperado para tratar de alcanzar el taxi, que ha quedado atrapado entre la fila de autos que esperan a que el semáforo cambie de color. La gente me mira con incredulidad al verme zigzaguear, como loco, entre un carro y otro, sin temor de ser atropellado. No puedo dejar que Susana se escape ahora que la he encontrado. Mi corazón palpita a trompicones y el oxígeno apenas me alcanza para mantener el ritmo coordinado de mi respiración. Mi emoción va en aumento, a medida que la distancia entre ese vehículo y yo, se reduce. No obstante, cuando estoy a punto de concretar mi objetivo, la luz cambia a verde.
―¡Sal de la vía, maldito imbécil! ¿Quieres que te atropelle?
Me aparto del camino del conductor para dejarlo pasar, pero tengo que mirar, resignado, cuando el taxi se aleja y desaparece en el horizonte. Inclino y apoyo las manos en la rodilla cuando siento que mis pulmones comienzan a arder producto del enorme esfuerzo que he hecho.
―¡Maldición!
Me incorporo y me paso la mano por la cabeza en señal de impotencia. Me quedo mirando como si esperara a que, en algún momento, el vehículo girase y regresara, pero, algunos segundos después, me doy por vencido. Un par de cornetazos me obliga a volver al presente. Subo a la acera e inicio el recorrido de vuelta hacia el lugar en el que dejé mi auto abandonado. Quedo impresionado al darme cuenta de la cantidad de kilómetros que recorrí de manera inconsciente. Agotado y, con el traje completamente empapado de sudor, apoyo las manos en el techo de mi carro, inhalo una bocanada profunda de aire y me quedo allí hasta recuperar las fuerzas. Me quito la chaqueta, la arrojo en la parte de atrás y subo al asiento. Le doy un puñetazo al volante, por haber perdido esta valiosa oportunidad.
De repente, una idea se enciende dentro de mi cabeza. Recojo el móvil del asiento, abro el buscador y comienzo la búsqueda de todas las líneas de transporte que prestan servicios en esta ciudad. Encontrar la que necesito se torna complicado, sobre todo por la innumerable cantidad de empresas que se dedican a la misma actividad. Por más que intento recordar las características del vehículo, alguna pista que me sirva para identificarlo, nada llega a mi cabeza. Frustrado, finalizo la exploración y pongo el motor en marcha.
***
Después de tomar una ducha y ponerme ropa cómoda, me dirijo al cuarto de mis hijos. Mi mal humor desaparece cuando los escucho reír. Me detengo en la puerta de su habitación y los observo jugar sentados sobre la alfombra. Mi muchacho intenta meter un cubo dentro de otro, pero falla en el intento. Mi nena tiene puesta toda su concentración en un colorido unicornio de felpa. Sonrío e ingreso al dormitorio. La niñera se pone de pie al verme llegar.
―Señora Montero, por favor, déjeme a solas con mis hijos.
Responde con un asentimiento.
―Por supuesto, señor. Regresaré a la hora del baño de los niños.
Mantengo la mirada puesta en mis bebés.
―¿Dónde están las dos personitas más importantes de mi vida?
Ambos apartan la atención de sus juguetes y me observan, emocionados, antes de gatear en mi dirección. Me acuclillo a su altura y los levanto del piso. Los envuelvo entre mis brazos y lleno sus caritas de besos. Ellos, a cambio, me inundan el rostro con sus babas. Estar con mis hijos es todo lo que necesito para que mi alma encuentre un poco de paz, para que la tormenta devastadora que se desata dentro de mi pecho contenga su ímpetu. En mis momentos más aciagos, ellos son mi fortaleza, el motivo que me mantiene cuerdo.
Cuando pierden el interés en su padre y vuelcan de nuevo su atención en sus juguetes, los bajo y los coloco en la alfombra para que sigan jugando. De vez en cuando exigen mi participación, así que juego con ellos, compartiendo momentos que quedarán guardados para siempre en mi memoria. ¿Cómo es posible no amar a dos seres tan hermosos y maravillosos? Desde que supe que Susana estaba embarazada, mi mundo cambió por completo. A pasar de las discusiones, de los momentos amargos, de lo monótona y complicada que se había vuelto nuestra relación, la existencia de esos pequeños me dio el valor para seguir adelante. No había un segundo del día en que no soñara con el momento en que ellos estuvieran en mis brazos. Mi corazón estaba repleto de amor, listo y preparado para compartirlo con ellos.
―Pa… pá.
Aquella frágil vocecita me aparta de mis pensamientos. Mi corazón se precipita con amor y calidez cada vez que los escucho llamarme de aquella manera. Aún recuerdo, con emoción, la primera vez que los escuché decirla. Sin embargo, esa experiencia que, debió convertirse en un gran acontecimiento, fue enturbiado por la ausencia de un ser mezquino que les negó su amor y decidió ignorarlos sin miramientos.
―¿Qué quieres, princesa? ―me entrega su unicornio y escala sobre mi cuerpo. Recuesta su cabecita sobre mi pecho y comienza a cerrar sus ojitos―. No señorita, no puedes dormirte hasta después del baño ―mi hombrecito gira su cabecita y nos observa durante varios segundos, antes de dejar su juguete y echarme los brazos―. Así que esto es un motín, ¿eh?
Lo sujeto de sus bracitos y lo subo a mi regazo. Se frota los ojitos antes de acurrucarse contra mi pecho. Suspiro profundo y recuesto mi espalda sobre la pared acolchada. deslizo mis dedos, con suavidad, sobre sus espaditas hasta que dejan de moverse. ¿Cuánta calma y serenidad? Beso sus cabecitas y permanezco allí, disfrutando del calor de sus cuerpecitos y del ligero latido de sus corazones sobre mi pecho. Ni quiera soy consciente del tiempo que pasa hasta que se abre la puerta de la habitación.