Identidad prestada

Capítulo 8 Amnesia

Observo en silencio, con los brazos entrecruzados sobre el pecho, mientras el doctor analiza los resultados de las radiografías de tórax que se le hicieron a Susana.

―Su esposa tiene un par de costillas rotas que ameritarán reposo, analgésicos y cuidados para facilitar la respiración. Si siguen las recomendaciones al pie de la letra después de que la dé de alta, en unas seis semanas estará completamente recuperada.

No se ha despertado desde que la vi perder el conocimiento en brazos de su amante.

―¿Por qué sigue inconsciente? ―aparto la mirada de él y la dirijo hacia mi esposa. La veo débil y con el semblante muy pálido―. ¿Se debe al golpe que tiene en la frente?

Se ajusta los anteojos al mirarme.

―La tomografía no arrojó ninguna afección en la función cerebral. Sin embargo, haremos más pruebas cuando la paciente reaccione para descartar cualquier anormalidad ―se quita los anteojos y los guarda en el bolsillo de su bata―. No obstante, debo informarle que su esposa presenta un cuadro preocupante de deshidratación que puede ser la causa de la pérdida de consciencia.

El color de mi rostro desaparece al escuchar aquellas palabras.

―¿Qué es lo que me está diciendo, doctor Febres?

Niega con la cabeza.

―Nada de lo que deba preocuparse, señor Montalbán, ―su respuesta no disminuye mi preocupación―. Lo que intento decirle es que uno de los síntomas de la deshidratación grave, es la perdida de consciencia, pero, afortunadamente, hemos intervenido a tiempo para evitar complicaciones de las que pudiéramos estar lamentándonos ―pone una mano en mi hombro como si con aquel gesto intentara tranquilizarme―. Mientras esté hospitalizada, la mantendremos observada y repondremos los líquidos y electrolitos rápidamente por vía intravenosa. Se monitorizará su presión arterial, la frecuencia cardíaca y el estado general de la paciente para asegurar una rehidratación segura y eficaz.

Suelto el aire que he estado reteniendo, sin darme cuenta, dentro de mis pulmones.

―Gracias por todo lo que ha hecho por mi esposa, doctor Febres.

Le tiendo la mano en señal de agradecimiento.

―Solo cumplo con mi deber, señor Montalbán. Ahora, si me disculpa, iré a cumplir con mis otras obligaciones.

Inhalo profundo, una vez que sale de la habitación y me quedo solo con ella. Tiro de una silla y me siento a su lado. Aún no sé cómo sentirme al respecto. Hay una serie de emociones entremezcladas que se mantienen en pugna. Por un lado, ver a la única mujer que he amado en toda mi vida, provoca una sensación de alivio después de tanto tiempo sumido en un mar de dudas, miseria y contradicciones. Por otro lado, el odio y el resentimiento que me invade por dentro, es tan denso e insano, que me he estado preguntando si de verdad amé alguna vez a esta mujer. ¿Amor u odio? He allí la disyuntiva.

Un par de toques a la puerta me expulsan súbitamente de mis pensamientos. La puerta se abre casi de inmediato.

―Vine tan pronto como pude. Estaba en una reunión muy importante.

Me pongo de pie y me acerco a él.

―Gracias por venir, Kevin.

―Siempre que me necesite ―gira la cara y mira hacia la cama―. ¿Qué sucedió?

No quiero tener esta conversación en este lugar.

―Salgamos de aquí y te lo cuento todo.

Mi amigo le da un último vistazo a mi mujer antes de que abandonemos la habitación.

―¿Dónde la encontraste?

Me paso una mano por la cabeza en señal de impotencia e indignación.

―Estaba con su amante.

Su expresión se mantiene inmutable.

―No esperaba menos de ella.

Expresa con un tono de voz glacial. Sé que Susana nunca fue objeto de su devoción. A decir verdad, ninguno de los dos se soportaba, pero lo llevaban en sana paz. Sin embargo, las cosas cambiaron después de todo lo que mi mujer hizo. Mi amigo ya no oculta su animadversión por ella.

―Kevin, por favor.

Me mira con los ojos entrecerrados.

―¿Por favor? ―sisea en voz baja―. ¿Cuándo te vas a dar cuenta de que estás a punto de cometer la mayor equivocación de tu vida? ―el tono de su voz comienza a elevarse―. Esa mujer no tardará en irse con el primero que se atraviese en su camino ―niega con la cabeza―. Nunca te amó, Emiliano. Susana solo amaba tu dinero, la posición social y todas las comodidades que le ofreciste.

Me aprieto el puente de la nariz con los dedos. Tiene razón. No está diciendo ninguna maldita mentira, pero que me lo diga a la cara hiere mi orgullo y mi hombría.

―¿Puedes callarte un momento y dignarte a escuchar todo lo que tengo que decir?

Bufa con disgusto.

―Bien ―cruza los brazos sobre su pecho y frunce su ceño―. Soy todo oídos. Pero, de antemano, debo advertirte que, nada de lo que digas para justificar a esa mujer, va a hacerme cambiar de parecer.

Maldigo en voz baja. No me lo está poniendo fácil.

―¿Recuerdas el chofer del que te hablé?




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