Un extraño pitido llama mi atención. Abro los ojos con lentitud. Un destello luminoso está a punto de derretir mis retinas. Elevo la mano para cubrir mis ojos, pero el movimiento produce un dolor lacerante a la altura de mi costilla izquierda. De repente, algo se desprende de la piel de mi mano y, seguido, se escucha un estruendo escandaloso. El susto me hace pegar un brinco. Gimo adolorida cuando un nuevo puntillazo atraviesa mi costado. Trato de inhalar un poco de aire, pero el dolor me impide respirar. ¿Qué me está pasando?
El sonido de una puerta al abrirse me hace girar la cara. Pierdo el aire de mis pulmones, pero esta vez no se debe al dolor, sino a esos ojos marrones que no han salido de mi cabeza desde la primera vez que los vi. Mi aturdimiento momentáneo se evapora cuando veo al hombre parado junto a él. No sé por qué, pero la forma en que me mira me da escalofríos. Percibo rabia, odio en estado puro. Es como si detestara mi presencia. Tengo una especie de mal presentimiento con respecto a él.
―¿Quiénes son ustedes?
Los miro con precaución, mientras espero su respuesta.
―Soy yo, Emiliano ―el tono de su voz provoca un cosquilleo en el fondo de mi estómago―. Tu esposo.
¿Qué locura acaba de decir? Las cosquillas desaparecen como por acto de magia. ¿Se ha vuelto loco?
―Mi esposo está muerto.
Mi voz suena ronca y áspera.
―¿Muerto? ―sonríe con ironía―. No, Susana, en eso te equivocas. Estoy más vivo que nunca.
¿Susana? ¿De quién es ese nombre? Esta extraña conversación me está poniendo nerviosa.
―Lo siento, pero usted debe estar confundiéndome con otra persona.
Me mira con los ojos entrecerrados.
―¿Otra persona? ―ríe sin humor― ¿Y quién se supone que eres?
Noto el sarcasmo en su pregunta. El dolor en mi costado se intensifica. Cierro los ojos e inhalo profundo.
―Me llamo Evangelina Contreras.
El hombre que lo acompaña suelta una carcajada muy hilarante.
―Esta sí que no me la esperaba.
¿A qué se refiere?
―Kevin, por favor, no es el momento adecuado para tus ironías.
Su amigo esboza una sonrisa divertida y eleva su ceja derecha.
―¿Ironía? ―niega con la cabeza―. ¿No te das cuenta de lo que está haciendo? ―el sujeto me apunta con su dedo índice y me mira con saña―. Está tratando de manipularte, Emiliano. Esta mujer hará lo que sea para volverte a engañar.
¿Volverlo a engañar? ¿Habla de mí? ¡Ni siquiera lo conozco!
―¿Qué…?
Cierro los ojos y gimo de dolor cuando un nuevo aguijonazo me sacude de pies a cabeza y me hace ver negro.
―¿Susana? ¿Estás bien?
Niego con la cabeza. Me arrepiento al darme cuenta de que he respondido a aquel nombre.
―De… ¡Deja de llamarme así!
Grito, porque esta vez el dolor es mucho más intenso. Los latidos de mi corazón se precipitan. Apenas puedo respirar, me está costando un mundo.
―¡Bendito sea el señor! ¿Podrías dejar de jugar a este absurdo juego y quedarte tranquila? ―si estuviera en condición de responderle, lo pondría en su lugar―. Tienes un par de costillas rotas. Te estás haciendo daño.
Al abrir los ojos, me doy cuenta de lo cerca que está. Me quedo sin aliento a causa de su cercanía. Puedo sentir el calor de su respiración desde esta distancia. Las motas doradas resplandecen como el oro y prevalecen sobre el color de sus ojos cafés.
―Yo… Yo…
Trago saliva. Ni siquiera soy capaz de articular palabras.
―No hables, por favor ―extiende su mano y coloca sus dedos sobre mis labios, causando estragos en todo mi cuerpo con su toque. Cierro los ojos y, al volverlos abrir, la distancia se ha reducido―. El médico vendrá enseguida y te ayudará con el dolor.
Su voz se escucha mucho más grave y profunda. De un momento a otro, su mirada se desvía hacia mi boca y la mía hacia la suya. Una especie de fuerza de atracción lo va empujando lentamente hacia mí. Mi corazón bombea desenfrenado, mientras mantengo puesta la mirada en sus labios gruesos y espero a que se fundan con los míos. Sin embargo, la burbuja que nos mantiene cautivos explota cuando la puerta se abre. La expresión de su rostro es de total confusión, antes de alejarse de mí.
―Vine en cuanto me enteré de que había reaccionado, señora Montalbán.
Quedo atónita en cuanto el doctor me llama de aquella manera.
―Si esto se trata de una broma ―el esfuerzo me hace gemir una vez más―, me parece de muy mal gusto ―lo fulmino con la mirada―. ¿En dónde está la cámara escondida?
Espero a que todos comiencen a reír divertidos, que me indiquen el lugar en el que está escondida y me pidan que sonría antes de confesarme que es una broma que fue cuidadosamente planeada para generar una reacción de mi parte. Sin embargo, los tres permanecen con una expresión seria y me miran como si hubiera perdido la razón.
―Susana…
Aparto la mirada del rostro del médico y la giro hacia el hombre que dijo ser mi marido. Emiliano, si mal no recuerdo. Su insistencia me está comenzando a colmar la paciencia.