¿En qué demonios estaba pensando cuando creí que sería capaz de ocupar el lugar de otra mujer y hacerme pasar por ella? Los besos. Esos agentes perniciosos son los culpables de que mi mente se haya nublado y haya tomado una decisión tan descabellada como esta. Mi estómago no deja de retorcerse a causa de los nervios.
―Sé que estás nerviosa ―el sonido de su voz me expulsa bruscamente de mis pensamientos―, pero te prometo que todo irá bien ―Emiliano toma mi mano, la lleva hasta su boca y la besa―. No estás sola en esto, Susana.
Cada vez que menciona el nombre de su esposa, me siento miserable. No se puede negar que este hombre sigue perdidamente enamorado de su mujer, que, a pesar de lo que haya pasado entre ellos, no ha podido olvidarla. Aquel pensamiento me causa una extraña sensación de pesar, pero la hago desaparecer tan rápido como aparece. No es a mí a quien besa. Bueno, sí, pero no. Esto es tan complicado que ni yo misma me entiendo. Lo cierto es que, por mucho que me parezca a la tal Susana, no soy ella.
―Gracias.
Es todo lo que me atrevo a decir. Cierro los ojos y me hago la dormida, mientras recorremos las avenidas de la ciudad, montados en una ambulancia, con un destino desconocido. Bueno, al menos en lo que a mí respecta. ¿Qué me espera en aquel lugar?
―Estamos llegando a casa.
Los latidos de mi corazón se precipitan. El auto se detiene y, pocos segundos después, las puertas se abren. Emiliano desocupa el interior para permitirle a los paramédicos que hagan su trabajo. Se detiene junto a las puertas y espera a que los dos hombres bajen la camilla. Una vez en el exterior, quedo boquiabierta al ver la enorme mansión en la que voy a vivir a partir de ahora. ¡Madre mía! ¿Es esto a lo que él llama casa? Trago saliva. Ahora más que nunca me arrepiento de haber cometido semejante estupidez.
―Esto es…
Susurro en voz baja, pero ni siquiera llego a terminar la frase, porque la voz de una mujer me interrumpe.
―Bienvenida a casa, señora Montalbán.
Obnubilada con la imponente estructura, ni siquiera me percato de que hay un grupo de personas alineadas en la entrada como si estuvieran esperando a alguna celebridad. Los miro impresionada, con sus uniformes pulcros y elegantes, pero con sus rostros tan inexpresivos que los hace parecer estatuas de cera.
―Cariño, ella es la señora Soraya Vegas ―el hombre que empuja la camilla se detiene―. Nuestra ama de llaves.
Elevo la mano y muevo los dedos para saludarla.
―Hola.
La mujer me mira como si tuviera dos cabezas en lugar de una.
―Lo siento, señora Vegas ―interviene Emiliano al notar lo desconcertada que se ve su ama de llaves―. Después la pondré al tanto de la situación.
Se aleja, pero se me queda mirando de una manera que me pone inquieta. ¿Se habrá dado cuenta de que soy una impostora?
―La habitación se acondicionó tal como nos lo indicó, señor Montalbán.
Le informa su empleada sin quitarme sus ojos de encima.
―¿Ya llegó la enfermera?
¿Enfermera?
―No, señor, pero llamó para avisar que llegaría pronto.
Emiliano asiente en respuesta.
―Notifíqueme de inmediato en cuanto lo haga ―le ordena cuando comienza a caminar hacia el interior de la casa―. Y por favor, quiero a todo el personal de servicio reunido en media hora en el salón principal.
Esta mujer me da mala espina.
―Por supuesto, señor.
La camilla comienza a moverse y, no sé por qué, pero en cuanto pasamos frente a los empleados, me da la impresión de que no están muy contentos con mi arribo. Una chica, que parece la más joven del grupo, es la única que me sonríe. El resto se muestra indiferente. Ya son demasiados, y no sé por qué, para el poco tiempo que llevo en este lugar. Creo que la tal Susana no tiene muchos admiradores en esta casa y, por ende, tampoco los tendré yo. Comienza a dolerme la cabeza y no es por el golpe que me di en la frente. Tengo un mal presentimiento al respecto. Estoy comenzando a pensar que vine a meterme directo a la boca del lobo.
Me llevo una nueva impresión al entrar al que será mi nuevo hogar. Espacios abiertos, pisos relucientes, techos altos, muebles y equipos modernos, electrodomésticos de acero inoxidable, cuadros y jarrones que parecen valer una fortuna. Esta mansión es diga de ser presentada en uno de los espacios televisivos del Real Estate. Esta es la casa de un hombre con mucho dinero y yo no sé nada acerca de la vida de los millonarios, más allá de lo que leo en las revistas de decoración y chismorreos. Mi estómago da un vuelco. No vine aquí por esto. Debí ser más insistente, pedirle que me llevara a la pensión y, una vez allí, podría aclararle la confusión que tienen conmigo.
―Por aquí, por favor.
Emiliano les muestra el camino que deben seguir para llegar a mi dormitorio. Una vez que ingresamos al interior, mis globos oculares se desorbitan. ¿Qué demonios es esto? Esta habitación es más grande que el Coliseo romano. Con sumo cuidado, me acomodan sobre una cama que parece ser la más grande que existe a nivel comercial. Una Alaskan King. ¿Para qué se necesita tanto espacio? La respuesta llega a mi pensamiento de manera inesperada. Mis mejillas se encienden a punto de la incineración cuando la imagen de dos personas retozando desnudas y aprovechando cada centímetro de la cama, aparecen en mi mente. Los dos hombres se van después de terminar el trabajo para el que fueron encomendados.