Identity

I: El Despertar.

Recuerdo escuchar su voz. Un grito desesperado, un aullido desgarrado. ¿Cuántos años tendría entonces...? Era demasiado joven, demasiado sensible aún...

- ¡THYAN! ¡THYAN, NO, NO POR FAVOR! ¡RESISTE! ¡YAN!

Sabía que era inútil. Ya había caído. Y sin embargo, el sonido de aquella voz tan desesperada e insistente... Era chillona. No me dejaba ir.

Los sollozos del chico se intensificaron a medida que se acercaba, corriendo, entrecortados con jadeos. Lograba oír el sonido metálico de las armaduras de mis amigos, llamando a voces al chico. Ellos sí sabían lo que debían hacer. Elias... era demasiado joven. Ni siquiera llevaba armadura aún.

El llanto entrecortado se derrumbó a mi derecha, y una sombra cubrió el sol abrasador de la tarde. Elias me aferró la mano, temblando a medida que los sollozos lo sacudían.

- Thyan, por favor... Por favor, no te mueras... - su voz sonaba ahogada. Este chico era idiota. Yo ya estaba fuera del juego: tenía que huir sin mí. ¿Es que todas mis lecciones fueron en balde? Las reglas eran sencillas...

Y sin embargo, el chico nunca me había escuchado. Como si fuera a escuchar al reglamento. No pude evitar soltar un suspiro apenas notable y mascullar entre gorgoteos:

- Idiota... Vete.

- ¿Qué estas diciendo? ¡No te voy a dejar, Thyan! - dejaba escapar las palabras como estertores entre jadeos, llorando a lágrima viva - ¡No te voy a...!

No pudo terminar. Mis compañeros llegaron a nuestra altura, sudorosos, sangrantes y cansados, tras (al parecer) acabar con sus enemigos. Debían huir ahora, antes de que llegaran más. Elias no parecía comprenderlo. Los chicos tomaron a Elias de los brazos y lo arrastraron fuera de allí, mientras este se revolvía y aullaba mi nombre sin dejar de llorar e increparles su insensibilidad a nuestros camaradas.

No, a sus camaradas. Yo ya había caído.

Escuché algunos jadeos e inhalaciones bruscas de parte de los más jóvenes al verme, pero ellos fueron más razonables que Elias y ayudaron a arrastrar al chico de vuelta a la base.

Los sonidos de sus forcejeos y los gritos del joven se apagaron a medida que se alejaban. Entonces, se hizo el silencio. Con los ojos cerrados, me dejé llevar por mis pensamientos. Parecía que los chicos tendrían que seguir sin mí. Me pregunté quién me sucedería como jefe. No pude evitar sonreír al imaginar a Genna tratando de dirigir un ataque: no culparía a sus enemigos si salían corriendo antes de sostenerle la mirada.

Sí, los dejaba en buenas manos.

Suspiré y una ráfaga de dolor me recorrió el torso. Un ataque de tos me abrasó la garganta, y comencé a ahogarme con mi propia sangre, entre estertores.

Entonces me morí.

 

 

Desperté en una habitación blanca como un huevo roto. Un sonido de mil máquinas y pasos se superponía al de los susurros de más de veinte personas a mi alrededor, moviéndose frenéticamente. Traté de respirar, pero mis costillas parecían volver a romperse cada vez que inspiraba. Hice una mueca. ¿Volver a romperse...? Es que, ¿se habían roto antes?

Volví a entreabrir los ojos y el reflejo de decenas de batas blancas revoloteando a mi alrededor me llamó la atención vagamente. Batas blancas... ¿Qué era eso importante...? Algo malo. Batas... Volví a hacer una mueca. Cada movimiento me dolía, y no era capaz de enfocar mis pensamientos. Los sonidos se oían distantes, y no era capaz de discernir lo que hablaban los hombres de las batas.

Mi mente se quedó en blanco. Sentí un pinchazo en mi hombro derecho y vislumbré a un hombre agachado a mi lado. Entonces me cubrieron la nariz y la boca con un respirador y perdí el conocimiento.

 

 

La segunda vez que desperté estaba en una cama de hospital, dentro de una habitación pequeña con olor a desinfectante del color del maní moscado. Las sábanas eran blancas, y tenía una buena cantidad de almohadas y almohadones contra mi espalda. Había una televisión en la pared de enfrente, sostenida cerca del techo con una serie de ganchos y cables poco estéticos. Me removí y una ráfaga de dolor me recorrió el cuerpo. Hice una mueca.

La habitación era muy pequeña, a decir verdad. Además de la cama y de la televisión anticuada, solo contaba con una mesita de luz bastante mundana a mi derecha y una silla de madera para visitas a mi izquierda, a un lado del cabezal de la cama. Era en la pared a mi izquierda donde estaba la puerta de entrada mientras que, en el lado opuesto, parecía haber otra puerta de vidrio que daba a un pequeño balcón. Suspiré. Era modesta, pero la prefería así. Me preguntaba si estaba en una habitación así de modesta porque no tenía a nadie que pagara una mejor...

Porque no recordaba que tuviese a nadie. Fruncí el ceño. ¿Familia...? No, no recordaba ninguna familia. ¿O amigos...? Tampoco se me venía nadie a la mente...

Una idea como un relámpago surcó mis pensamientos, y un nombre me vino a la mente: Elias. Elias... un chico llorando a lágrima viva, con rizos, ojos avellana y piel pálida. Fruncí los labios, tratando de recordar... Pero no pude salvar nada más.




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