Panamá, La Chorrera, agosto de 1908
El sonoro cacareo de las gallinas y el mugir de las vacas eran la banda vibrante que acompañaba aquella mañana en la casa de los Moreno. Doña Rutilia lavaba la ropa, mientras el más pequeño de sus hijos corría con el cuerpo desnudo en el espeso lodo que adornaba el patio del rancho. Tras él iba una de sus hijas mayores, Antonia, de catorce años.
Doña Rutilia al verla arrojó la ropa con fuerza al barreño y se levantó del banquito en el que estaba. Se secó las manos con la larga falda y comenzó a buscar por el área simplemente con sus ojos.
—¡¿Dónde diablo está Nieves?! —gritó.
Tenía la mirada fija en el hombre frente a ella, le deslizó el pulgar por la mandíbula, luego por la comisura de los labios, pasó a la nariz y finalizó en los ojos. Él entonces abrió estos últimos y sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.
—Ya despertaste —dijo.
—Sí, tuve un buen sueño. Soñé que teníamos nuestra propia granja y tuvimos muchos hijos —contó él, alegre.
—Que hermoso sueño.
—¡Por supuesto! Es aún más hermoso pensar en que serás la madre de mis hijos.
Nieves volvió a sonreír, y se acercó lentamente a Luis para plantarle un delicado beso en los labios.
Se encontraban acostados en el verde pasto que se ubicaba en un herbazal de la antigua Chorrera, el cielo estaba cubierto de nubes y el sol se reflejaba en un pequeño charco de agua que había quedado en el suelo tras la lluvia pasada.
—¿Cuándo le pedirás mi mano a mi madre? —preguntó ella.
El chico puso los velludos brazos bajo su cabeza y observó el cielo.
—Cuando pueda ofrecer algo para que podamos vivir como se debe.
—¡Podemos vivir de la leche de tu vaca y la carne de mis pollos!
Luis negó.
—No es suficiente, quiero poder brindarte algo bueno… mereces algo mejor.
Hubo un silencio repentino. Ella no quiso verle a la cara, así que desvió la vista hacia el cielo, tuvo que entrecerrar los ojos cuando el sol le dio directo en ellos. Utilizó su mano como sombrilla y pudo ver a dos pájaros como peleando en el aire que volaron lejos a los pocos segundos. Suspiró. No le gustaba que su novio se menospreciara de esa manera, era un buen granjero, sabía hacer queso blanco con la leche de las vacas, era excelente en la repostería y además sabía cultivar. Sería el hombre perfecto si tan solo supiera escribir y leer.
Luis González jamás había asistido a un salón de clases, pues se había tenido que hacer cargo de su familia desde los diez años cuando su padre murió de un paro cardíaco. Ahora era el hombre de la casa, cuidaba de sus cinco hermanos y de su madre enferma, no tenía tiempo para los estudios.
—¡NIEVES! ¡NIEVES! — gritaba Antonia desde la puerta de la vivienda.
Los chicos se reincorporaron de golpe, no estaban tan lejos de la casa por lo que los gritos de Antonia se escuchaban a la distancia. Nieves se levantó del suelo y se sacudió la falda, Luis hizo lo mismo con sus pantalones.
—Te llevaré a casa —dijo él.
Ella asintió y comenzó a caminar a su lado. Cuando estuvieron a metros de la vivienda de los Moreno la señora Rutilia salió de la misma con una escoba en la mano y el ceño fruncido. Nieves tragó con fuerza y tomó la mano de su novio en busca de algo de seguridad, este se soltó lo más rápido que pudo. No quería parecer un desvergonzado frente a la madre de su novia. No obstante, el gesto hizo sentir mal a Nieves quien sintió una pequeña punzada en el pecho ante el rechazo.
—¿Acaso te di permiso de salir, niña? —dijo Rutilia, dándole un zape en la cabeza a su hija.
—¡No hace falta golpearla, señora! —comentó Luis casi rogándole que no volviera a hacerlo —Es mi culpa, yo la distraje. Estuve contándole sobre el parto que tuvo la vaca de mi familia ayer.
La mujer empujó a su hija dentro de la casa y luego se puso las manos a la cadera sin quitar ojo de Luis.
—¿Y pudo parir bien? —preguntó.
—¡Sí, gracias a Dios! Ahora tenemos un bebé en casa —bromeó.
Nieves observaba desde una ventana a su madre y su novio mientras conversaban, deseaba escuchar lo que platicaban, sin embargo, le era difícil oír cuando el sonoro cacareo de las gallinas simplemente no se detenía.
Algunos minutos después doña Rutilia despidió a Luis y entró en la casa en donde le metió un escobazo en la cabeza a Nieves quien la esperaba tras la ventana.
—¡Ay! —se quejó cubriéndose.
—¡Deja a ese muchacho en paz! Suficiente tiene con su vida tan difícil y todavía vas tú a robarle su valioso tiempo —regañó Rutilia entre dientes.
Decidió no contradecir a su madre, así era más sencillo. Quizá tenía razón en algo; Luis era un hombre muy ocupado y Nieves lo sabía mejor que nadie. Había ocasiones en las que se escapaba de casa para verlo trabajar en las huertas o haciéndose cargo de su casa y familia. Le costaba admitirlo, pero Luis no tenía realmente tiempo para ella, y cuando lo conseguía no se trataba de algo más que un par de minutos, pero eso era suficiente para Nieves.