Ilumíname con tu luz

Capítulo XXIII “¿A dónde se fue?”

Panamá, La Chorrera, julio de 1909

 

Nieves bañaba Rito a plena luz del día, tomó la jarra de hierro que acostumbraban a usar para bañarlo, la llenó de agua y se la derramó en cabeza. El pequeño dio un saltito mientras cerraba los ojos y chillaba de emoción.

—¡Vaya, estas disfrutando el baño! —dijo con una sonrisa en el rostro.

Rito asintió feliz.

—¡Me guta mucho!

—Eso es extraño ¿te sientes mal?

—No ¡Mucho talor!

—Mucho calor, eh —rió —Quizá deberíamos ir a la quebrada más tarde, ¿te gustaría? —preguntó Nieves, secando el pelo de Rito con una toalla.

—¡Sí! ¡Quielo ir! —respondió Rito con entusiasmo, saltando de alegría.

Nieves sonrió, contenta de ver a su hermanito tan animado. Mientras terminaba de secarlo y vestirlo, pensaba en lo mucho que había cambiado su vida en el último año. Desde su matrimonio con Horacio, las cosas habían tomado un rumbo diferente.

Justo en ese momento, Gregoria apareció en la puerta, secándose las manos en el delantal.

—Nieves, hay una carta para ti —dijo, extendiéndole un sobre—. La trajo el cartero esta mañana.

Nieves tomó la carta, intrigada. Al abrirla, reconoció de inmediato la letra de Esther. Se disponía a leerla en cuanto su atención fue obstruida por la voz de su esposo. Entró a la casa con Rito en brazos, ya dentro se encontró con Horacio.

—¡Hace un calor del demonio! —se quejó él mientras se quitaba la camisa.

Desvió la mirada al verlo, aún no se acostumbraba al hecho de observar su piel desnuda, aunque fuera poco lo que había visto. A pesar de los meses de matrimonio ambos eran conscientes de que aún no se habían encamado, y Horacio estaba tranquilo con eso, es más, ni siquiera era algo que pasara por su mente. Nieves en cambio, desde que había tenido aquella conversación con Luis el día de la fiesta, no dejaba de pensar en como ella y su marido podrían tener hijos.

—¡¿Quieres ponerte la ropa?! —gritó.

Horacio se cubrió el pecho con los brazos, apenado y con la cara roja.

—Lo siento, pensé que estabas en casa de tu madre.

Gregoria, que estaba como siempre pendiente del matrimonio de su hijo menor, observó la escena con una sonrisa en el rostro.

—Bueno, bueno ¿Cuál es la vergüenza? ¿Cómo piensan darme nietos si se comportan así?

—Ya basta, madre —susurró Horacio tomando asiento de una silla mientras se aireaba con la camisa.

Nieves puso a Rito en el suelo y se pasó el antebrazo por la frente para retirar el exceso de sudor. El día estaba completamente caluroso, y aunque llevaba uno de sus trajes más frescos, el calor era insoportable.

Observó la carta que tenía en sus manos, luego sus ojos se dirigieron hacia su esposo quien estaba bañado en sudor. El cabello, que ahora tenía más largo, le caía en la frente. Se veía más oscuro debido a la humedad. Nieves sintió su corazón dar un vuelco al verlo, pero también una punzada de inquietud. La conversación con Luis y las palabras de Gregoria habían removido algo dentro de ella, una mezcla de deseos y temores que no podía ignorar.

Esta vez, era Horacio quien la miraba. Con el cabello recogido en un moño, jugueteaba con una carta en sus manos. Curioso, le llamó.

—¿De quién es? —señaló con el dedo.

—¡Oh! Creo que es Esther. Iba a leerla, pero…

En aquel instante llegó Antonia a la vivienda, estaba igual que el resto: sudada, acalorada y con el rostro enrojecido. Soltó un sonoro suspiro antes de sentarse junto a su cuñado. Dejó las piernas abiertas, con la falda cayendo en medio de estas, los brazos gachos recostados en las rodillas y las trenzas despeinadas.

—Creo que moriré… no puedo pasar un solo momento más sola en la casa de madre, hace demasiado calor ahí. Hermana, tienes tanta suerte. Tu casa es la más fresca de todas —habló con la voz entrecortada.

—Quizá deberíamos ir a El Chorro —dijo Gregoria, quien tenía las mejillas rojas.

—¡¿Vamos?! —preguntó Horacio.

Rito comenzó a saltar mientras celebraba, emocionado por la salida.

Salieron de casa casi de inmediato. Iban todos, incluidos don Jorge y Rutilia. Habían preparado ensalada de papa, empanadas y tamales, además de chicha y pescado seco.

No habían sido los únicos en pensar aquello, El Chorro estaba lleno de gente, los enormes arboles brindaban sombras y el agua fría del río fluía tranquilamente. El cielo completamente azul y repleto de nubes dejaba a la vista un día hermoso. Horacio se sorprendió al encontrar a Eliécer en el lugar, se encontraba hablando cerca de la cascada junto a Dolores Beltrán, con quien iba a contraer matrimonio en menos de un mes.

Dolores era un joven unos años mayor que ellos, era pequeña, regordeta y con marcados rasgos indígenas, era muy bonita y siempre tenía algo amable que decir. Y aunque Horacio era consciente de que su amigo no era atractivo, sí bien era sabido que era un hombre que exigía más de lo que daba, así que se sintió un poco mal por Dolores al pensar en cómo sería su vida con Eliécer. Sin embargo, decidió no juzgar, después de todo, sentía que él había sido un idiota al inicio de su relación con Nieves. Dejó de pensar en aquello y prefirió enfocarse en disfrutar el día.




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