A dos días posteriores a la llegada de la carta de Esther, la familia aún se mantenía en espera de su respuesta. Nieves confiaba en el hecho de que Esther estaba bien, después de todo, en su carta había aclarado que se encontraba en buenas manos. Y aunque se mantenía con los nervios de punta cada vez que recordaba la locura de su amiga, siempre era calmada por Horacio, quien estaba más que seguro de que Esther (sea donde sea que estuviera) no se encontraba en peligro, después de todo, no se sentía ningún tipo de urgencia en su carta.
Horacio salió de la habitación secándose el cabello con una toalla, se aproximó hacia la sala de estar en donde encontró a Nieves sentada en el sillón mientras observaba a través de la ventana. Afuera hacía una mañana hermosa, pero era más que obvio que sus pensamientos no estaban dirigidos al clima.
Se acercó a ella despacio y con una de sus manos coloco un rizo rebelde tras la oreja de su esposa. Nieves salió de aquella disociación y le sonrió forzadamente.
—No puedes seguir preocupándote por Esther, cariño —dijo Horacio en un tono suave.
Ella soltó un suspiro.
—Lo sé, pero es que ella es tan joven que aun pienso en que algo malo pueda ocurrirle. Me imagino a mi Antonia en una situación como esa ¡No lo soportaría!
—Toda va a estar bien —intentó consolarla, para después inclinarse levemente y plantarle un beso delicado en la sien.
Nieves cerró los ojos al sentir el tacto, luego los abrió y le obsequió una sonrisa genuina a su marido.
—Ven —dijo acomodándose en el sillón —siéntate, voy a secarte el cabello.
Sonrió, poniéndose la toalla en la cabeza como si fuese un sombrero y se sentó junto a Nieves, dándole la espalda. Ella comenzó a frotar su cabello con la toalla, el aroma a recién bañado le llegó a la nariz.
Con la sensación de embriaguez por el aroma de su esposo, dejó la toalla sobre su regazo y deslizó suavemente sus dedos a través del cabello castaño. Tomó un mechón y lo apretó levemente con sus índice y pulgar, una gota de agua se resbaló a través de ellos.
Horacio cerró los ojos mientras sentía el tacto de Nieves en su cabello, aunque estaba calmado, su corazón comenzaba a acelerarse, fue aun más así cuando sintió los labios cálidos de Nieves en su nuca. Tuvo escalofríos y con la piel erizada carraspeó la garganta.
—Hoy tengo que ir casa de un cliente —dijo —es Claudio Majares ¿Recuerdas? Quiere que le hagamos publicidad a su huerto de piñas.
—Nunca he visto un huerto de piñas —respondió ella volviendo a tomar la toalla.
—Es en Santa Rita, pensé que podrías venir conmigo, y tal vez llevar a los niños.
—Mmm, me gustaría llevar a Rito, pero con Antonia lo pensaría antes.
Horacio se volteó sobre el hombro, y curioso la observó.
—¿Por qué?
Nieves se rascó el cuello en señal de nerviosismo antes de responder.
—Es que Don Claudio tiene un hijo como de su edad ¿No? Y ella está completamente encaprichada en buscar novio, no quiero que vaya a enamorarse de ese chico solo por su vanidad.
Él rio y se volteó por completo para ver a su esposa. Tenía cara de reproche. Era más que obvio que el hecho de imaginar a su hermanita de novia con algún muchacho le hacia hervir la sangre. Horacio no podía imaginar como se sentía, él no tenía hermanas, pero desde que los Moreno se habían unido a la familia y había comenzado a convivir con Antonia, le había tomado cariño. No deseaba que terminara casada con algún rufián.
—Yo digo que la llevemos, seguramente se distraerá con las piñas.
***
El carruaje se detuvo frente a una finca enorme, dejando a la vista un panorama que impresionaba a cualquiera que lo viera por primera vez. La finca de piñas de Don Claudio se extendía a lo largo de varias hectáreas, una vasta extensión de tierra salpicada de plantas de piña, todas alineadas con precisión militar.
El paisaje era interrumpido aquí y allá por caminos de tierra bien mantenidos, bordeados de árboles frutales y flores silvestres que añadían toques de color al verde dominante. Al fondo, una casa de campo grande y acogedora se destacaba, construida con madera robusta y pintada de blanco, con tejas rojas que brillaban bajo el sol. Un porche amplio rodeaba la casa, ofreciendo un espacio sombreado desde el cual se podía admirar toda la finca.
Cerca de la casa, había un granero y varias estructuras auxiliares, incluyendo un cobertizo para herramientas y un área de almacenamiento para las piñas ya cosechadas. Se veía actividad constante alrededor de estos edificios, con trabajadores moviéndose de un lado a otro, llevando canastos llenos de piñas, limpiando herramientas o simplemente conversando bajo la sombra de los árboles.
Don Claudio, un hombre de mediana edad con una presencia imponente y un bigote canoso, salió a recibirlos con una sonrisa amplia y brazos abiertos. Su rostro irradiaba orgullo y satisfacción, reflejo de años de trabajo duro y dedicación.
—¡Bienvenidos a mi humilde finca! —exclamó con entusiasmo, extendiendo la mano para ayudar a Nieves a bajar del carruaje—. Espero que disfruten de su visita. Tenemos mucho que mostrarles.
El resto terminaron de bajarse del carruaje, maravillados por la magnitud y belleza del lugar. Mientras caminaban hacia la casa, Don Claudio empezó a explicarles los detalles de la finca, desde los métodos de cultivo hasta las variedades de piñas que producían.