La cortina blanca se levantó en el aire dejando entrar la brisa a la habitación. El sol se asomó por la misma y luego volvió a ocultarse cuando la cortina regresó a su posición inicial. Nieves abrió los ojos en ese momento. Estiró los brazos, dándole un pequeño golpecito a la persona a su lado.
Esther permanecía en los brazos de Morfeo, con un antifaz de seda cubriéndole la vista, el cabello, que siempre lucia perfecto, ahora estaba completamente despeinado, y un pequeño hilo de baba se deslizaba por la comisura de su labio.
Nieves sonrió al verla, se acercó despacio a ella y le plantó un delicado beso en la frente. Su corazón se volvía cálido al estar cerca de Esther, más aún en aquel momento en que podía verla dormir tan tranquila, ignorando todos los hechos ocurridos en su peliaguda vida en la ciudad.
Se levantó de la cama y salió de la habitación cerrando muy despacio la puerta. Horacio hizo lo mismo. Ambos se encontraron en el pasillo. Nieves le hizo un movimiento de cabeza indicándole que se dirigieran hacia la cocina.
—Buenos días —dijo ella recostándose contra la encimera de madera.
—Buenos días ¿conseguiste información? —preguntó Horacio, curioso.
Nieves asintió con la cabeza y le contó de manera resumida lo que había hablado con Esther la noche anterior.
—¿Tú hablaste con Tess? —añadió tras terminar el relato.
Horacio atrajo una silla del juego de comedor y se sentó en ella.
—La verdad, hablamos de cualquier cosa menos de eso.
Desvió la mirada en cuanto notó el rostro molesto de su esposa, quien se llevó las manos a la cintura.
—¡Horacio! ¡Solo debías hacer una cosa!
—¡Ya sé! Es solo que las cosas se volvieron personales y sin darme cuenta me enteré de ciertas cosas sobre él —se excusó — ¡¿Sabías que tiene un tatuaje?!
—¡No me cambies el tema! —regañó Nieves apretando los labios y haciendo su voz más baja —No puedo creer que te hayas puesto a ver que tiene en la piel en lugar de preguntarle sobre la situación de tu prima.
—No te enojes, por favor —susurró Horacio levantándose de la silla y aproximándose a su esposa.
Ella lo miraba ceñuda, aun cuando él estuvo frente a ella y puso sus manos en su cintura. Recostó su frente en el hombro de Nieves y acercó su cuerpo más a ella. Nieves envolvió sus brazos alrededor del cuello de Horacio, envolviéndolo en un abrazo y sintiendo como su enojo se disipaba.
Nieves suspiró profundamente, sintiendo cómo la tensión en su cuerpo comenzaba a disiparse con el contacto cálido de Horacio. Sabía que no tenía sentido seguir enfadada con él; ambos estaban atrapados en una situación complicada, y lo último que necesitaban era pelear entre ellos.
—No sé qué vamos a hacer, Horacio —susurró, dejando descansar su cabeza sobre la de él—. Esther está completamente perdida y nosotros apenas tenemos idea de cómo ayudarla.
Horacio la rodeó con sus brazos con más firmeza, transmitiéndole calma y seguridad.
—Encontraremos una solución —respondió con un susurro suave—. Sabemos que no puede regresar a la ciudad, y aquí tiene un lugar seguro. Pero necesitamos un plan a largo plazo.
Horacio levantó la vista para observar el rostro afligido de su esposa. Le acarició la mejilla y sonrió. Nieves no apartaba la vista de los labios del hombre frente a ella y, sin poder detener sus anhelos, se aproximó a él despacio y ambos juntaron sus labios.
El beso comenzó de forma suave, casi tímida, como si ambos estuvieran probando un terreno desconocido. Los labios de Nieves se movían con delicadeza contra los de Horacio, y en ese instante, todo el peso de las preocupaciones que los rodeaban pareció desvanecerse. El contacto, cálido y dulce, era como un refugio en medio de la tormenta de incertidumbre que enfrentaban.
Horacio, sintiendo el impulso de su esposa, la acercó aún más, rodeándola con sus brazos. Su beso se volvió más profundo, pero siempre respetuoso, como si temiera romper la frágil intimidad del momento. Su mente, por primera vez en días, se despejó. Nieves lo llenaba de una calma indescriptible, una sensación que no sabía que necesitaba tanto.
Justo cuando el momento alcanzaba su cúspide, una voz juguetona rompió el silencio.
—¡Buenos días! —anunció Tess desde el marco de la cocina.
Nieves y Horacio se separaron de inmediato, sorprendidos y apenados, como si hubieran sido descubiertos en un acto travieso. Las mejillas de Nieves ardían de vergüenza mientras se llevaba una mano a los labios, evitando la mirada de Tess y Esther, quienes los observaban desde la entrada.
Esther, con las mejillas sonrojadas, cubría su sonrisa con ambas manos, claramente entretenida por lo que acababa de presenciar. No podía contener la risa, y sus ojos brillaban con una mezcla de diversión y ternura.
—No queríamos interrumpirlos —agregó Tess, con una sonrisa juguetona que dejaba claro que, en realidad, lo había disfrutado mucho—. Pero ya que estamos aquí... ¿qué hay para desayunar?
Horacio, todavía sorprendido y apenado, se rascó la cabeza mientras intentaba recuperar la compostura.
—Eh... claro. ¿Tienen hambre? —preguntó con torpeza, tratando de desviar la atención de la escena que acababan de presenciar.