Marcos
No podía creer lo que estaba viendo cuando abrí la puerta de mi estudio y accedí al dormitorio. ¿Qué hacía una chica durmiendo en mi cama? Vale que hacía mucho que yo no usaba ese apartamento como residencia habitual, en la casa de mi novia estaba más a gusto. Bueno, para qué engañarnos, donde mejor me encontraba era en su cama. Sin embargo, aquí aún seguía guardando mi ropa y mis pertenencias personales. Solía venir para ducharme por la mañana temprano antes de empezar mi jornada laboral.
Pero nunca pensé que los continuos avisos de desalojo que la supervisora me había estado lanzando en los últimos días podían hacerse realidad. La "Jefa Suprema", como yo solía llamarla, estaba harta de que estuviese ocupando uno de los apartamentos que proporcionaba el hospital sin apenas hacer uso de él. Eran unas instalaciones construidas específicamente para los nuevos empleados del centro, y yo ya llevaba aquí casi dos años. Al principio sí que vivía con asiduidad, pero desde hacía seis meses que salía con Marta se podía decir que frecuentaba más su casa que la mía.
Mi chica y yo no éramos la pareja ideal que cualquier persona podía imaginar. Vivíamos en un permanente tira y afloja, puesto que nuestros carácteres eran demasiado similares y saltábamos a la mínima. Si algo nos caracterizaba a ambos era nuestra terquedad y nuestro orgullo, siempre que discutíamos ninguno era capaz de dar su brazo a torcer. Y la única forma de solucionar nuestras peleas era en la cama. Teníamos una conexión sexual tan profunda que nuestra relación se basaba más bien en algo físico que sentimental. Por supuesto que le tenía cariño, pero aunque me doliese decirlo no estábamos enamorados el uno del otro.
No obstante, el tema principal que ahora más me preocupaba era la chica okupa que estaba invadiendo mi propiedad. No permitiría que ella se quedase con mi apartamento, pero sabía que si iba a reclamarle a la "Jefa Suprema" las tendría todas perdidas. Así que, o conseguía que la chica se fuera por sus propios medios, o me las tendría que ver con la supervisora. Y según lo que había visto, parecía ser el tipo de niña tímida y cobarde que no se opondría a mi decisión. Ojalá no me hubiese equivocado con su primera impresión...
— ¡Sal de aquí! ¡Fuera! –gritó ella empujándome en dirección a la puerta por la que había entrado escasos minutos antes.
— ¡No, si hay alguien aquí que debe irse esa eres tú! –contraataqué–. Este es mi territorio –la cogí por la cintura y los dos giramos 180°, de modo que la que quedó prácticamente fuera de la casa fue ella. Aproveché su incredulidad para cerrar la puerta con llave.
— ¡Abre, idiota! –gritaba la chica al otro lado de la puerta– ¡Abre la maldita puerta!
— Lo siento, mañana dejaré tus cosas en la caja donde has guardado las mías. Y ahora, vete –sentencié un tanto cabreado.
— Muy bien, iré a hablar con la supervisora –musitó rabiosa, y de inmediato abrí para impedir que la "Jefa Suprema" se enterase de lo sucedido.
— Espera, hablemos mejor –comenté tirando de ella para que pasase de nuevo al interior.
— No hay nada de que hablar –expresó aún más enfurecida–. No pienso irme de aquí, o te vas o...
— Dejaré que te quedes con una condición: Mis cosas se quedarán aquí y yo podré venir cada mañana a ducharme. El resto del tiempo será todo tuyo –expliqué muy a mi pesar. O accedía a esto, o llamaría a la supervisora y acabaría de patitas en la calle.
— ¿Qué tipo de trato es ese? Ahora este es mi apartamento y las condiciones las pongo yo: Te vas ahora mismo –dictó la ahora valiente chica.
— Yo no me podría tan chulita, parece que no sabes con quién te estás metiendo... Mi padre es el director del hospital y podría despedirte en un abrir y cerrar de ojos. Así que creo que por tu bien, deberías aceptar el trato –clamé provocando su llanto desesperado. Me sentí mal por un momento, pero suficiente era con las condiciones que le había ofrecido.
— Ojalá nunca hubiese aceptado este trabajo –repuso entre lágrimas–. Tú ganas, me iré. No puedo hacerlo, no puedo –agregó en voz alta hacia sí misma.
Por un tiempo permanecí en silencio, la amenaza que le había soltado no tenía otro objetivo que hacerla reaccionar y que accediera a mi propuesta. Sin embargo, parecía haber tenido el efecto contrario. Fue la gota que colmó el vaso, ese que la hacía verse dominada por el miedo hasta el punto de renunciar a sus sueños y dejarlo todo atrás. Eso me hizo sentirme culpable de nuevo, no quería joderle el futuro a la pobre chica solo porque estuviese ocupando mi apartamento.
— Sí que puedes. ¿Tantos años de esfuerzo no pensarás tirarlos ahora por la borda? –la confronté con la intención de que cambiase de opinión–. Apuesto a que has dejado tu hogar, que debe estar bien lejos, por dedicarte a lo que de verdad te gusta. Así que rendirte no es una opción.
— ¿Y tú qué sabes? Ni siquiera me conoces –gimoteó sin que mis palabras consiguiesen calmarla–. No puedo, y punto.
— No, claro que no te conozco. Sólo quiero ayudarte –añadí intentando tranquilizarla otra vez.
— Pues no veo que quieras ayudarme –bramó.
— Te prometo que sólo vendré para ducharme por las mañanas, nada más. Además, he abierto la cerradura y ni te has enterado, si no llego a despertarte –traté de dejar zanjado el asunto, me acerqué a ella, que se encontraba recostada sobre la cama y le acaricié el hombro–... Rendirse es de cobardes, y tú no lo eres.
— Sí que lo soy –musitó.
— No. Una oportunidad, dale una oportunidad –le susurré al oído–. Y ahora descansa un poco.
Me daba pena, mucha pena. En el fondo me recordaba a lo que yo había vivido, y eso aumentaba mi forma de empatizar con ella. Lo que habría dado porque alguien me hubiese apoyado tal y como yo lo estaba haciendo ahora. Estudiar enfermería para trabajar en el hospital de papá, esa era mi única meta en la vida. Y eso no era todo, la planificación de mi existencia casi estaba escrita desde mi nacimiento.