Julia
Me desperté algo aturdida, miré mi mano y comprobé que tenía el catéter de una vía, así mismo estaba en un dormitorio que no era el mío. Para mi sorpresa al levantarme apenas me dolía la cabeza, la solución que estaba ya acabada había hecho su efecto. No obstante, los pies me ardían. Maldije haberme puesto las cuñas asesinas otra vez. Conforme avancé hacia lo que parecía ser el baño, mi reflejo me hizo ver que llevaba puesta una camiseta, a juzgar por la amplitud, de hombre. "Ay, madre", repliqué en voz baja recordando con ello la pelea que presencié en el pub entre Marcos y Oliver.
Me lavé la cara y las manos, y con cuidado extraje la aguja que perforaba mi mano. Extrañamente no había ningún moratón, quién lo puso sabía lo que se hacía. Cogí mi teléfono móvil, el reloj marcaba las doce del mediodía y al desbloquear la pantalla la foto de la odiosa pareja devolvió a mi mente las palabras que intercambié con la persona que me dio alojamiento. Y las chocolatinas confirmaban que la lucidez del recuerdo no era una mera ilusión sino un hecho certero: Marcos estuvo cuidándome toda la noche. "¿Decía la verdad? Probablemente", me autorespondí a mí misma. Aún así, necesitaba tiempo para reflexionar.
Cogí mis cosas y dejé una nota a modo de agradecimiento dirigida a mi compañero. Fui a calzarme las cuñas y aún con los pies doloridos, me dispuse a salir por la puerta cuando me crucé con Marcos. Su expresiva cara y las bolsas que cargaba en sus manos con lo que parecía ser el desayuno me forzaron a parar mis pasos y a terminar con esto de la forma más adecuada posible, de frente:
— Gracias por cuidarme. Me voy, no quiero suponerte una carga durante más tiempo –e hice ademán de continuar con mi salida.
— Te lo debía. Además, siempre es bueno tener a una enfermera capaz de suturar labios sin dejar siquiera cicatriz –me complació haciéndome que me ruborizase.
— Veo que tu herida está completamente curada –dije mirándole su labio y deteniendo mi mano en su vano intento de tocarlo con el dedo.
— Sí, no hablar durante una semana me vino muy bien –contó entre risas aludiendo al periodo de tiempo en el cual yo dejé de dirigirle la palabra.
— Yo... yo... Lo siento. Llevabas razón con lo de que Oliver no era de fiar –confesé con el corazón encogido.
— Olvídalo, estás perdonada... Y ahora, ¡a desayunar! Traigo cañas de chocolate, ¿te gustan? –repuso sonriente y levantando una de las bolsas que llevaba.
— Me encantan –acerté a decir ante su amable ofrecimiento.
Marcos y yo tomamos un desayuno rico en hidratos de carbono, cargado de chocolate y café. Yo no me animé a preguntarle por su ruptura con Marta, mi memoria cada vez estaba más nítida y recordé cómo se había sincerado la noche de antes. Ahora me cuadraba que la chica hubiese estado tan distante conmigo, ¿de verdad creía que yo tenía la culpa de su separación? Por supuesto que no, y si me encontraba con ella no dudaría en aclararle cualquier malentendido que pudiese haber malinterpretado.
— ¡Puff! –exclamé al desbloquear la pantalla de mi móvil–. Es el capullo de Oliver.
— De verdad que me estás sorprendiendo... Nunca pensé que ese tipo de palabras estuviesen en tu vocabulario –festejó Marcos al escucharme pronunciar "capullo" y, a juzgar por su comentario, por alguna otra que debió escapárseme anoche–. Es un capullo.
— El muy capullo no para de enviarme mensajes directos por Instagram –le confesé resoplando.
— Bloquéalo, así de simple –me aconsejó él.
— Yo nunca he bloqueado a nadie –dudé en que el capullo fuese el primero de la lista.
— Ya veo, si hasta sigues a tu ex –comentó desafortunadamente, por lo que luego se excusó–, perdón, no debí decirlo.
— Bueno, llevas razón... Tampoco sabía que esa palabra estuviese en tu vocabulario –le espeté por las veces que últimamente se había disculpado conmigo.
— Ja, ja, ja –rió sarcásticamente–. ¿Bloquearlo, o no bloquearlo? Esa es la cuestión –dijo con tono filosófico–, cómo me alegro de no haber caído en la gilipollez de las redes sociales.
— ¿De verdad? ¿No tienes Insta? –cuestioné extrañada.
— No, no me gusta subir fotos de mi vida privada –se justificó sin pedirlo.
— Yo tampoco suelo publicar muchas, más bien lo uso para "stalkear" –me rendí al fin.
— ¡Ves, cuánto daño han hecho las redes sociales! –agregó a colación del anglicismo utilizado–. Ahora mismo podías subir una –y enarcó una ceja de forma traviesa.
— ¿Qué? –contesté sin llegar a comprenderlo.
— Tienes pinta de haber hecho la palabra que ayer querías repetir diez veces –explicó entre sonoras carcajadas al tiempo que disparaba una foto con su teléfono–. Mírate, con el pelo revuelto, una camiseta de tío y esa cara de felicidad... ¡Ay, lo que hace el chocolate! –agregó mostrándome la imagen.
— Ya lo irás descubriendo –solté ante su última frase, a lo que él pareció darle otro sentido que yo no le discutí–... Pásamela.
Al cabo de unos segundos, la fotografía ya estaba publicada en mi cuenta de Instagram para todos aquellos interesados en teorizar sobre mi vida. La imagen daba pie a todo y nada, a la vez. Yo era la protagonista, no aparecían en escena terceras personas. Y tampoco levantaría sospechas en quienes no buscaran leer más allá de lo evidente. La subí para aquellos capullos que adoraban jugar con chicas ingenuas como yo, en concreto para Oliver, alias el "capullo de oro".
Y veinte minutos después, los comentarios privados del susodicho comenzaron a llegar. Abrí el chat, en él se leían mensajes desde un "No creas a Marcos" hasta un "Lo siento" y terminando con un "Veo que no pierdes el tiempo". Yo no tardé en contestarle con un "Con capullos como tú no pienso perderlo, menos mal que aún existen excepciones". Mi zasca debió sonar de aquí a China, porque el idiota ya no volvió a escribirme. Pensé que con ello todo estaría solucionado, pero sin ir más lejos mi compañero recibió otro tipo de aviso.