Julia
El día acabó de la peor manera posible. Después de pasar toda la tarde llorando y lamentándome por cómo me estaba negando a mí misma vivir lo que sentía, dos golpes de realidad sacudieron aún más el castillo de naipes que parecía estar completamente derruido en mi cabeza. La esperanza que albergaba se esfumó por duplicado al igual que la promesa incumplida de esperarme toda la vida y de devolverle una oportunidad para vivir toda la vida.
Tras varios intentos cuando por fin logré que me cogiera el teléfono, no fue Marcos sino una voz femenina quien lo descolgó. Su ex, Marta, a la que había dejado semana atrás, estaba atendiendo mi llamada. Ese "tómate todo el tiempo que necesites" quedó anulado en mi cerebro, ni un par de horas había tardado en volver con ella. Pero, pese al dolor que eso provocó en mí, no era comparable al dolor que me hizo sentir la primera y más terrible noticia... Carlitos había fallecido.
La misma Sol contactó conmigo para avisarme del lamentable suceso y ella misma me pidió que con cautela le comunicase lo ocurrido a su hijo. Era bien sabido por los miembros del centro la estrecha relación, profesional y también diría que amistosa, que guardaban Marcos y el pequeño. Una fatídica e incesante crisis epiléptica fue lo que se lo llevó. No obtuve más información al respecto, ni me preocupó en ese momento. Así que intenté avisar a Marcos en repetidas ocasiones sin éxito, hasta que Marta cogió el teléfono:
— ¡¿Marcos?! ¡Tienes que venir al hospital! ¡Es Carlitos... Carlitos ha... ha muerto! –le grité desconsolada al aparato.
— ¡Oh, Dios mío! Voy a avisarle ahora mismo –murmuró Marta que, a juzgar por su grado de impacto, parecía saber de la amistad entre ambos.
— Vale –dije en voz bajita para colgar a continuación.
Corrí hasta llegar a la planta de pediatría, los llantos de unos desolados padres se oían desde el pasillo y se intensificaban al aproximarse a la habitación 316. La incertidumbre y la vana esperanza de que todo fuera un malentendido me llevó a abrir la puerta sin pedir permiso siquiera. De forma que pude contemplar la triste imagen que me imaginé al escuchar los sollozos de sus progenitores. Su madre agarraba con fuerza la mano de un pálido Carlitos que yacía sobre su cama; mientras, su padre culpaba al todopoderoso por llevarse a su niño.
Lo que más me impactó fue la ausencia de sus característica sonrisa, sus labios permanecían inmóviles formando una línea recta inexpresiva que borraban cualquier resquicio del que un día fue el niño más feliz del mundo. Las dos caras de la moneda, la felicidad y la tristeza estaban tan cerca la una de la otra como quedaba reflejado. Horas antes el pequeño había disfrutado de su cumpleaños sorpresa, el día más feliz de su vida, y ahora dormía en un sueño profundo del que no volvería a despertar.
Me acerqué a sus padres y traté de consolarlos, a pesar de saber que no existiría ánimo posible que desvaneciera ese malestar. Ellos se apoyaron en mí y me abrieron su corazón, un corazón roto y lleno de dolor... y rabia. Se culpaban por no haberle podido brindar todas las oportunidades que su hijo necesitaba. Y pensar que ese especialista británico podría haber estado aquí, e incluso podría haber iniciado un tratamiento experimental para controlar las convulsiones, una posibilidad que había estado al alcance de mi mano. Yo tenía parte de culpa, y descubrirlo hizo que me rompiera junto a ellos.
Diez minutos después, un Marcos totalmente abatido entró por la puerta gritando el nombre de su amigo. Carlitos estaba ahí, inmóvil, sin festejar la llegada de su colega, de su enfermero favorito. La cara desencajada de mi compañero, sus ojos rojos que encubrían las lágrimas derramadas, confirmaban lo que parecía no creerse hasta verlo en primera persona. Que estuviésemos distanciados, e incluso que yo le guardase rencor por volver con su ex a la primera de cambio, no hizo que yo le negase mi consuelo.
— ¡¡Carlitos!! –continuaba gritando a la vez que zarandeaba el cuerpo inerte del pequeño–. ¡¡Estoy aquí!! ¡¡Carlitos!!
— Marcos, por favor, no hagas eso –me acerqué a él separando sus manos a fin de detener su impulsivo zarandeo.
— ¿Qué ha pasado? –le preguntó a sus padres a la misma vez que respondía a mi petición y cesaban sus vanos intentos de hacerlo despertar de ese sueño infinito.
— Una crisis se lo llevó. Estaba durmiendo, yo había salido un momento. Cinco minutos, sólo cinco minutos –explicó entre sollozos su madre–, y cuando volví no despertaba. Dicen que fue una insuficiencia cardíaca postictal...
— ¿Un paro cardíaco, y qué? ¿No le hicieron la RCP? ¡¿No pudieron salvarlo?! –murmuró Marcos sin atender a razones.
— Lo intentaron, una y otra vez, pero no pudieron reanimarlo –contestó el padre sumido en su pena–. Fue el día más feliz y a la vez más triste de su vida...
— No lo entiendo... ¿Cómo ha podido ocurrir? En un hospital, con fármacos, con un equipo médico... ¡No puedo entenderlo! –agregó él furioso mientras se llevaba las manos a la cabeza.
— Demasiadas casualidades, no pudimos llegar a tiempo. ¡Ha sido culpa mía! –se quejó su madre reprendiéndose por ello.
— No te culpes –traté de hacerla cambiar de opinión.
— Pero es mi culpa –repitió la madre.
— No pienses eso, cariño, yo tampoco estaba en ese momento. ¡Ojalá no lo hubiese dejado solo esta noche! ¡Ojalá me hubiese quedado mirándolo como cada vez que dormía! ¡Ojalá lo hubiese hecho! –se lamentó el padre en un aura de negatividad que solo hacía empeorar la situación.
— Nadie tiene la culpa, a Carlitos no le gustaría que cargaseis con ese peso de por vida –los apoyé con las únicas palabras de consuelo que mi cerebro consiguió procesar.
— ¡¡Sí que hay un culpable!! –bramó Marcos al tiempo que abandonaba la habitación ante el desconcierto y la incógnita de los padres del pequeño.
Yo salí tras él, conocía muy bien a quién se refería con tal acusación. Sin embargo, mi mente me traicionó al invadirme el mismo pensamiento de forma ininterrumpida: Yo también era culpable, de forma indirecta, pero lo era. Aceleré mis pasos y detuve a un Marcos cegado por la ira y la melancolía. Sólo los tupidos árboles que poblaban el jardín del hospital fueron testigos de nuestra conversación...