Marcos
Atravesaba el recinto del gimnasio, cuando un encapuchado se cruzó en mi camino. Al principio pensé que se trataba de algún chico que quería acceder al lugar, pero pronto descubrí que la realidad distaba mucho de esa suposición. Conforme se acortó la distancia que nos separaba, el encapuchado dejó traslucir su cara de "capullo de oro".
— Lo que me faltaba... ¿Me estabas siguiendo? –pregunté como si eso fuese lo último que esperaba del fatídico día.
— Digamos que ha sido el destino –escupió en un tono un tanto macabro–. Te haré que pagues por todo, hijo de puta –y comenzó a golpearme en el abdomen.
— ¡Has perdido la cabeza! –dije alejándome y esquivando un nuevo ataque. Alguien me había enseñado que no debía dejárselo todo al destino.
— No, el que ha perdido la cabeza eres tú –prosiguió con su linchamiento ahora sobre mi cabeza, lo que me llevó a protegerme con los brazos. Sin embargo, una patada provocó que cayese al suelo. "No lo tocaré, no lo tocaré", me repetía una y otra vez. "Se lo prometí a Julia", me decía al son de la sangre que salía por una de mis fosas nasales. "Moriré cumpliendo mi promesa", pensé al tiempo que perdía el conocimiento por el fuerte puñetazo que acababa de asestar sobre mi cabeza.
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Desperté dos días después en la cama de un hospital o, mejor dicho, en la cama del hospital de mi padre. No recordaba lo que vino después de eso, puede que sonidos de ambulancia resonaran en mi cabeza, pero sólo eran imaginaciones. Parecía ser que había caído inconsciente y que si no fuese porque unas chicas salían del gimnasio, las consecuencias hubiesen sido nefastas. Estaba desangrándome por la nariz de forma incontrolada, y con suerte los sanitarios llegaron a tiempo de intervenir. Pero eso no fue todo.
Debido al golpe había sufrido un accidente cerebro vascular de tipo isquémico. Eso significaba que un coágulo de sangre de bastante tamaño se había desprendido y viajado hasta el cerebro, provocando un taponamiento y necrosando el tejido periférico. Fue de tal gravedad que tuvieron que operarme para retirar el coágulo. Había estado dos días inconsciente, ¡dos días! Y me encontraba hospitalizado en el centro sanitario de mi padre. Ese lugar del que me había despedido días antes, aunque para mí sólo parecían haber pasado horas. Pero para ser más exactos había sido expulsado de allí, porque ese era el término correcto y no el despido como él quiso venderme.
Abrí los ojos con cierto retardo como si los párpados me pesasen sobremanera. Al principio la luminosidad opacó todo objeto o persona que se encontraba a mi alrededor, pero conforme mi pupila fue acomodándose logré ver la imagen nítida de una mujer a mi lado. Estaba sentada en una butaca y parecía cansada, como si hubiese desistido de esperar cualquier resquicio que significase que podía despertar.
— ¿Mamá? –murmuré al abrir los ojos y ver que la "Jefa Suprema" era esa mujer.
— Cariño, al fin has despertado –respondió a la vez que me abrazaba y me besaba. Hacía mucho tiempo que no sentía el cariño de alguien, y mucho menos de alguno de mis padres.
— ¡Ay! –gruñí con todo el cuerpo dolorido.
— Tienes contusiones y dos costillas fracturadas, tendrás que guardar reposo. Enseguida vendrá el médico, voy a avisarle de que has despertado –explicó ella.
— Mamá... No te vayas –murmuré con lágrimas en los ojos.
— No me iré, no sabes cuánto me arrepiento de no haber estado a tu lado estos años. Casi te pierdo –e hizo una pausa para tomar aire–, y ahora lo que no perderé es el tiempo.
— Yo... yo pensaba que ya no me querías. Que tenía la culpa de vuestra separación, que si no hubiese sido por mí –me entrecortó mi madre avergonzada–...
— Todo es culpa mía, hijo mío, pero ya habrá tiempo para hablar de eso. Ahora lo importante es tu recuperación –le restó importancia al asunto y se apresuró a avisar al doctor.
Siempre he oído eso de que "no aprecias lo que tienes hasta que lo pierdes", y mi madre parecía ser consciente de la veracidad de esas palabras. Si bien ella no había llegado a perderme, al menos en el sentido físico de la palabra (sentimentalmente llevábamos años separados), tal miedo pareció sentir que eso la hizo reaccionar. Las secuelas de la brutal paliza que había recibido a manos del capullo de Oliver habían traído algo positivo.
Ojalá me hubiese tomado más en serio sus amenazas o los avisos de Marta, de ser así lo mismo me encontraría lejos de este hospital y, por supuesto, tampoco estaría encamado. Para estar rodeado de pacientes, la paciencia no era una de mis virtudes y haría que ese tío pagara por todo lo que me había ocasionado. "Un poco más y no lo cuento", me decía a mí mismo. "Te daré tu merecido, capullo", repetí en mi mente mientras apretaba los dientes y del propio esfuerzo mi musculatura torácica se comprimía desencadenándome un dolor agudo. Al segundo después mi frase cambió, no le tocaría ni un pelo. "Se lo prometí a Julia"... Por cierto, ¿dónde estaría?
La llegada del médico me sacó de mis pensamientos y los múltiples chequeos acabaron por dejarme exhausto. Me comentó que estaba evolucionando favorablemente y que en breve haría las pruebas pertinentes para confirmar que a nivel cerebral no habían quedado secuelas. Mentiría si dijese que presté toda mi atención a sus palabras, pues desconecté minutos después. Mi única preocupación ahora residía en descubrir el paradero de Julia. La necesitaba como el respirar, y estaba seguro que este dolor que ni los fármacos paliaban desaparecería al verla. Lo único que me hizo reconectar con la realidad fue su forma de despedirse:
— ¡Has tenido suerte, Marcos! Deberías agradecérselo a tu ángel de la guarda –sentenció el doctor como si conociese la historia de mi difunto amigo.
— Mi ángel de la guarda me cuida desde el cielo –suspiré mientras un par de lágrimas rebeldes salían de mis ojos.
Una vez que el médico abandonó la sala, no reprimí mi llanto y por primera vez me sentí arropado por mi madre. Me abrazó y lloró conmigo, trató de ayudarme a superar la pérdida de Carlitos. Tal vez, esa fuera otra de las fórmulas para atravesar este duro bache, aferrarse a aquellos que te querían, a aquellos que te daban motivos para seguir adelante. Pero, más allá de las casualidades y la asistencia sanitaria, si seguía con vida y contemplando la preciosa brillante luna que quedaba a la vista a través de la ventana, era gracias a él. A Carlitos, mi ángel de la guarda.