Marcos
Habían pasado cuarenta y dos días desde que mi vida había dado un giro de 360°. Llevaba sin saber de Julia en todo ese tiempo. Algo en mí me decía que no podía darme por vencido, que lograría ver la luz al final del camino. De modo que hice caso omiso al aviso de su madre, todos los días le enviaba un mensaje preguntándole qué tal estaba; todos los días la llamaba sin recibir respuesta alguna. Mi malestar ante la ausencia de noticias era palpable, mi madre se preocupó por ello en un par de ocasiones, pero al ver que hablar de ello me causaba dolor decidió no insistir en reabrir la herida.
Colocamos juntos todos los enseres que adornaban mi dormitorio, ahora sí que parecía ser aquel que un día cerró la puerta para no regresar jamás. Y aquí estaba, resolviendo los errores del pasado. Eso me daba esperanzas, y me agarraría a ellas como a un clavo ardiendo si fuese necesario. Por otro lado, mi recuperación era más que evidente. Ya había abandonado el reposo absoluto para realizar actividades cotidianas sin necesidad de ayuda. Mas la "Jefa Suprema" siempre estaba ojo avizor para que no incumpliese las reglas.
Pasé al baño contiguo ubicado en el interior de mi habitación, para mi sorpresa el perfume que recordaba encontrar sobre la balda del aseo había desaparecido. Suerte que en mi macuto llevaba el último que compré. Salí vestido y aseado, y me quedé embobado mirando la fotografía que mi madre había guardado en un cajón durante tanto tiempo. Nuestros rostros felices mostraban lo que algún día fuimos y ahora intentábamos retomar, sin rencores. Habíamos recuperado nuestra relación materno-filial, y una parte pequeñita de mí estaba en paz. La otra, no lo estaría hasta que escuchara una dulce voz a través del teléfono.
Caminé despacio hasta el coche, bajo la atenta mirada de mi madre. Hoy debía acudir a mi revisión médica. Ojalá que me diesen el alta, pues aunque ya la había recibido como tal, lo que yo necesitaba era vía libre para solucionar otros problemas. En todo este tiempo, mi preocupación acerca de que el malestar de Julia pudiese deberse a que el capullo de Oliver podía hacerle daño se extinguió al saber que la policía lo había pillado saliendo de un bar de copas con una chica de la mano. ¡Hasta para eso seguía siendo un capullo! No obstante, la melancolía de mi "niña valiente" era obvia, podía sentirla yo mismo, como si estuviésemos conectados. Y, después de darle tantas vueltas, sabía que la razón estaba delante de mis narices...
Marta: ¿Cómo estás? ¿Qué te ha dicho el médico?
Yo: Estoy bien, ¡soy libre!
Marta: ¡Cuánto me alegro! ¡Habrá que celebrarlo!
Yo: Voy a darme una vuelta por el hospital, ya sabes, para recordar viejos tiempos... ¿Quedamos en la cafetería del centro comercial?
Marta: Perfecto, esta tarde a las cuatro.
¿Que si me sentía un cabrón por engañar a Marta para hacerle una encerrona y sonsacarle todo lo que pudiese saber sobre la marcha de Julia? No, si mis cálculos no fallaban, no. En caso de no ser así, evidentemente que me sentiría mal. Aún así, esa misma tarde lo descubriría. Mientras tanto, mi madre y yo desayunamos en la cafetería del hospital para celebrar las buenas nuevas. Como un buen chico, le pedí permiso para visitar la planta de pediatría. Algo dentro de mí necesitaba pasar por la habitación 316...
Los recuerdos empañaron mi mente y mis ojos vidriosos reflejaban la nostalgia del pasado. No me pude contener, de forma que golpeé la puerta y una dulce voz me invitó a pasar al interior de la habitación. No sabía si mi obsesión por recuperar a Julia estaba haciendo mella en mi cerebro, o si la imagen que procesaba era la real. Ese rostro angelical, esos llamativos ojos y esa melena morena de color azabache, todo me recordaba a ella... Claro que mucho más joven, era una mini Julia.
— ¡Hola! ¿Quién eres? ¿Me has traído chocolate? –me preguntó la dulce niña que había recostada sobre la cama de la habitación 316. Ya no solo físicamente se parecía a ella, sino que le chiflaba el chocolate... ¿Podían ser más iguales?
— ¡Hola! Soy Marcos... ¿Tú cómo te llamas? –me presenté ante la atenta mirada de la renacuaja.
— Me llamo Noa, ¿y mi chocolate dónde está? Se lo pedí a la chica del pijama blanco –explicó ella que insistía en degustar ese dulce que tan ricos recuerdos me traía.
— No puedes comer dulces, ya has oído al médico, te pondrás muy malita –replicó una mujer de cabello lacio y rubio, que supuse que sería su madre aunque en aspecto no se asemejaban en nada.
— ¡Mamá! ¡Papá me dió permiso para comer un poquitito! –murmuró la muy listilla.
— Si dices mentiras te crecerá la nariz como a Pinocho –la contradijo su padre que era una réplica a la pequeña.
— ¿Y qué le pasa a esta pequeña? –cuestioné deduciendo sobre el motivo que podía tenerla hospitalizada.
— Tiene diabetes mellitus de tipo I, y no se le ocurrió otra cosa que comerse una bolsa llena de chuches que había escondido bajo su cama. Se puso muy malita y llegó a perder el conocimiento –narró el hombre dejándome entrever que una crisis hiperglucémica, tal y como yo pensaba, era lo que la había llevado a estar allí.
— Pero, papá, si estamos de vacaciones. Solo fueron dos chuches –musitó poniendo cara de niña buena–...
— ¿Dos? Noa, que ya tienes siete años, y como le diga a tu seño que no sabes contar hasta veinte –le debatió la cifra su madre–... ¡Menos mal que estábamos cerca del hospital!
— Pues sí, gracias a que el director es un buen amigo mío –agregó el hombre que parecía conocer bien a mi padre.
— Pórtate bien, Noa... Esa chica del pijama blanco es amiga mía, es enfermera como yo. Te digo un secreto –le susurré imitando que nadie más nos escuchaba–, a los niños buenos les damos un regalito. Así que ya sabes, tienes que portarte bien o la chica del pijama blanco de quedará con tu regalo.
— Muchas gracias, se nota que adoras tu profesión –me felicitó su madre.